Su vida la escribió con devoción precisa un monje contemporáneo
llamado Grimaldo, que además fue religioso de su casa. Lo que se
describe en latín decadente de última hora fue luego puesto en el
balbuciente romance de lengua castellana por Gonzalo de Berceo ya en el
siglo XIII.
Nace alboreando el siglo XI en Cañas, cerca de Nájera, en el reino de
Navarra; no se sabe si de cuna noble o del pueblo llano, ni si rico o
pobre. Sí se le conoce pastoreando cuando niño y dado a compartir comida
y leche de oveja con los viandantes. Es apacible de carácter y muestra
cierta inclinación al estudio; quizá por eso sus padres le orientan
hacia la clerecía que es, en su tiempo, un modo de conseguir honores y
riquezas, casi tanto como las armas, aunque él piensa más en su
santificación y en la gloria de Dios que en los triunfos humanos.
El obispo lo ordena sacerdote. Pero Domingo Manso llega a sentirse
indigno y nota pavor porque es duro y muy difícil vivir en solitario tan
sublime ministerio. Después de año y medio se retira. Ya no hay
eremitas; la quintaesencia se busca en los monasterios. Entra en el
antiguo y observante cenobio de San Millán de la Cogolla, tomando el
hábito negro de San Benito. Recibe y da ejemplo.
Encargado del priorato de Santa María, lo rehace.
Los monjes de San Millán vuelven los ojos a él y le piden sea su
prior. Pasa de "pastorcillo" a "pastor". Y mientras cumple este encargo,
el rey don García de Navarra, duro de carácter y tenaz, conocido como
"el de Nájera", le pide los tesoros del cenobio; pero da con un
compatriota que también lleva en la sangre lo que dan la tierra y la
época en cuanto se refiere a tozudez y firmeza. Pone cara al rey y
defiende lo que es patrimonio de su casa y de su iglesia. Esta actitud
le valió el destierro voluntario a las tierras de Castilla donde reina
el hermano de don García.
El bondadoso rey Fernando, le encomienda poner en pie el monasterio
—por entonces en ruinas— de San Sebastián de Silos que fundó o restauró
Fernán González en el 909 y que sobrevive casi deshabitado. Fue una obra
gigantesca que en España ayuda a la configuración de la gran Castilla
en cuanto llega a convertirse en un foco civilizador en el lugar por
donde poco antes andaban los sarracenos. Llegan más y más gentes al
calor del monasterio. Entre el ruido de los martillos de canteros, las
sierras de carpinteros, los cinceles de los escultores, los cencerros de
las vacas y las esquilas de las mulas, también suenan las campanas que
llaman a Vísperas, a Misa y a los rezos. Con ello, se escucha la
alabanza de los monjes que va aprendiendo el pueblo. Las tierras son
bien labradas y hay horno de pan dispuesto. Ovejas y bueyes pastan por
los amplios campos llanos. Se va haciendo arte al terminar las obras con
esmero. Y el estudio de los monjes requiere libros que se guardan como
tesoro sin precio.
Murió el santo abad —"Abad de santa vida, de bondad acabado", según
escribe su cantor— que supo vivir de oración y penitencia el 20 de
diciembre del año 1073 dejándole al monasterio de Silos su nombre como
título.
Artículo publicado originalmente por Santopedia
Aleteia