
1. La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El
Buen Pastor tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de
conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No
puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué
puedo hacer yo?».
Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que
sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de
consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los
hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos
(cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de
la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará»
(Mt 6,4.6.18).
2. La tentación de quejarse continuamente. Es fácil
culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las
condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin
embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu
transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en
una excusa.
Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso
el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos
débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).
3. La tentación de la murmuración y de la envidia. Y
esta es mala, ¿eh? El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar
de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de
sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte
en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de
esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y
cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su
valor.
La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier
organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una
familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, no lo
olviden, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24).
Y la murmuración es su instrumento y su arma.
4. La tentación de compararse con los demás. La
riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de
nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a
caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos
lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza.
Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado.
Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de
caracteres, carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu
Santo.
5. La tentación del «faraonismo», – ¡estamos en Egipto!, bromeó – es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás.
Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por
vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de
servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los
discípulos, los cuales —dice el Evangelio— «por el camino
habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34).
El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
6. La tentación del individualismo. Como dice el
conocido dicho egipcio: «Yo, y después de mí, el diluvio». Es la
tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez
de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar
ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La
Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde
la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf.
1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
7. La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El
consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni
pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la
mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el
consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo
y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad
como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en
vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de
la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está
en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil,
pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo
en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn
15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos
seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer
encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en
su misión.
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