Vivimos tiempos tacaños. Con la economía tan incierta como siempre, nuestros puños se aferran más fuerte a los excedentes que podamos tener y cada vez sacamos menos para los ancianos, los huérfanos y los excluidos. Y esta mezquindad va más allá de nuestro monedero; nuestra falta de disposición a dar se extiende a menudo a nuestro tiempo, nuestra energía, nuestra buena voluntad. Tiempos como los que corren llaman a buscar el ejemplo de los ermitaños del siglo V.
Cuesta ver que nosotros, tan saturados de conocimiento (no tanto de sabiduría), pudiéramos aprender algo de los hombres que vagaron por el desierto mil años antes de la imprenta, pero lo cierto es que nunca he encontrado a un santo que encarnara mejor la generosidad evangélica que san Serapio El Sindonita.

Recibía este apodo por el manto que le servía de única vestimenta (una síndone), Serapio fue un eremita del desierto egipcio, un hombre cuyos actos de penitencia y mortificación parecían sobrehumanos. Pero, después de años de soledad y oración, Serapio respondió a la llamada de Dios para salir del desierto e ir a la ciudad de Corinto, de sabida pecaminosidad. Allí conoció a un artista y su familia que vivían en total ignorancia del Evangelio. Serapio quería evangelizarlos, pero no tenía medios y no les conocía. A sabiendas de que no podría establecer fácilmente una amistad con el maestro de la casa, decidió que la única forma de influir en la familia era convertirse en su esclavo. Así que este hombre libre se vendió a sí mismo como esclavo por el bien de evangelizar a sus captores.

Entonces el monje convertido a esclavo inició su obra evangelizadora, en gran medida manteniendo la boca cerrada. Llevaba a cabo las más desagradables tareas sin una queja, ayunando mucho, durmiendo poco y hablando menos. Sin embargo, cuando hablaba, su sabiduría era evidente incluso para los más desalmados miembros de la familia. Poco a poco, su testimonio callado venció a su maestro que, junto a toda su familia, fue bautizado y empezó una nueva vida de virtud.

Agradecido por todo lo que su esclavo había hecho por él, el maestro le ofreció su libertad. Solo entonces explicó Serapio que se había modelado a sí mismo según Jesucristo, que asumió la forma de un esclavo por el amor de las almas de los hombres. Serapio marchó y fue a Lacedemonia, donde encontró a una viuda con gran necesidad. De nuevo se hizo esclavo, se vendió a un hereje y dio el dinero a la viuda. En dos años, toda la familia se había reconciliado con la fe y Serapio recibía una vez más su libertad, esta vez con un abrigo, una capa y un libro de los Evangelios como botín.

Sin embargo, Serapio era incapaz de conservar nada para sí mismo. Cuando vio a un mendigo medio desnudo, le dio su capa. Poco más adelante, regaló su abrigo a un anciano con frío. Y siguió adelante con su única síndone. Cuando le preguntaron quién le había despojado, él levantó su libro de los Evangelios y gritó: “¡Este libro lo hizo!”. Poco después, incluso vendió el libro para evitar que un hombre endeudado fuera a prisión, diciendo “es como si el Evangelio me gritara constantemente ‘Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres’. Ahora, este mismo libro es todo lo que tenía, así que lo vendí”.

Tan consumido estaba Serapio con las necesidades de los demás que cuando otro monje (uno que era propietario de muchos libros) le pidió algún sabio consejo, Serapio respondió: “¿Qué podría decirte? Has tomado las vidas de viudas y huérfanos y las has puesto en tus estanterías”.

Aunque hasta Serapio entendía que las posesiones materiales podían usarse para algún bien. Una noche, fue a un burdel y pidió la compañía de una prostituta. Tras explicarle que debía cumplir con su norma de oración antes de poder estar con ella, Serapio empezó a rezar en voz alta siguiendo su breviario, suplicando al Señor que convirtiera a esta mujer. Mientras rezaba, el Espíritu empezó a moverse en el corazón de la mujer hasta que, al final de las oraciones, se había convertido completamente y llegó a ser una mujer de profunda virtud y oración.

Serapio recorrió todo el mundo mediterráneo, ayunando y rezando y volcándose en el servicio a los demás hasta su muerte. Por el bien de la salvación de las almas, Serapio habría sido dueño de todos los libros del mundo; por el bien de las almas mismas, con gusto no sería dueño de nada, ni siquiera de su libertad. Para Serapio, todas las buenas cosas del mundo existían solo por el bien de la eternidad.

El 21 de mayo, su día festivo en Occidente, pidamos por la intercesión de san Serapio para que todos vivamos con una generosidad infinita por la salvación de las almas. San Serapio El Sindonita, ¡reza por nosotros!
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