Nació San Juan José de la Cruz el 15 de
agosto, día de la gloriosa Asunción de Nuestra Señora, del año 1654 en
el volcánico islote de Isquia, situado a la entrada del golfo de
Nápoles, de suelo muy rico y fértil. En el bautismo recibió el nombre de
Carlos Cayetano. Su familia era noble y piadosísima; sus padres, José
Calosinto y Laura Garguilo, vieron, con santo consuelo, que cinco hijos
suyos se consagraron al Señor. A todos aventajó Carlos en virtud y
santidad de vida.
Ya en sus tiernos años gustaba sobremanera del retiro,
silencio y oración; apartábase de los juegos y entretenimientos de sus
hermanos y consagraba el tiempo de los recreos a visitar iglesias,
orando en ellas con angelical devoción.
Tenía especial cariño y amor a la Virgen nuestra Señora, y cada día
rezaba el Oficio Parvo y otras preces marianas. Amaba a los pobres con
singular ternura, recordando que el bien que a ellos se hace lo tiene
Jesucristo como hecho a Él mismo.
Carlos Cayetano, religioso
Cuando tenía apenas diecisiete años, determinó consagrarse
enteramente al servicio divino, abrazando alguna religión de vida
rigurosa y austera; pero no sabía cuál elegir entre las tres severas
órdenes de los Cartujos, Mínimos y Frailes Menores o Franciscanos.
Hizo una fervorosa novena al Espíritu Santo, en la que pidió luz para
conocer su camino. Al terminarla ocurrió que Juan de San Bernardo,
franciscano descalzo de la reforma de San Pedro de Alcántara, llegado de
España a Italia para establecer allí esta nueva rama de la Orden de San
Francisco, llegó a Isquia llevado de la providencia del Señor.
El tiempo de su noviciado lo pasó entregado a las mayores
austeridades, no excediéndole ningún novicio en la exactitud de la
observancia regular. Ayunaba cada día a pan y agua, dormía
breves horas, y consigo llevaba, como dice San Pablo, la mortificación
de Cristo en su espíritu y corazón. San Francisco de Asís y San
Pedro de Alcántara fueron los modelos que trató de imitar, llegando en
breve a ser dechado de novicio.
Tres años permaneció en Nápoles después de su profesión, adelantando a grandes pasos por la senda de la virtud.
A la edad de veintitrés años, fue ordenado sacerdote por mandato de
los superiores, pues no quería él aceptar esta dignidad por juzgarse
indigno de ella. También por obediencia consintió en dedicarse al cargo
de confesor. Descubrió en el ejercicio de este santo ministerio su
admirable ciencia teológica, que había aprendido, como Santo Tomás y
Santa Teresa, más en la meditación del crucifijo que en el estudio de
los libros. Con el fin de darse de lleno a la oración y penitencia, se
retiró a una pequeña ermita próxima al convento, y muy en breve se le
juntaron algunos religiosos, que bajo su dirección progresaron en
perfección y santidad.
Maestro de novicios y provincial
A los veintisiete años cumplidos, lo nombraron los superiores maestro
de novicios. En su nuevo cargo nunca se tomó licencia para dispensarse
de la observancia regular; asistía puntualmente al coro y a los
ejercicios de comunidad, siendo fidelísimo a la oración y espejo de
virtudes religiosas para sus novicios. Áspero y riguroso consigo mismo,
era muy blando y bondadoso con los demás. Ponía todo su afán en abrasar
en el fuego del divino amor y traer a la imitación de Cristo y de su
santísima Madre a cuantos tenía bajo su dirección.
El Señor le probó por entonces con grandes desolaciones interiores,
pues se vio atormentada su alma con tinieblas y dudas que le hicieron
padecer sobremanera. Sufrió esta prueba con mucha paciencia y el
Señor se dignó premiarle con una visión en la que se le apareció el
alma de un religioso muerto hacía poco, asegurándole que ninguno de los
religiosos de San Pedro de Alcántara venidos a Nápoles se habían
condenado.
Tan consolado quedó con esta revelación, que de muy buen grado aceptó las obligaciones que su nuevo cargo le imponía.
También por este tiempo plugo al Señor manifestar la santidad de su
siervo con muchos y portentosos milagros, multiplicando el pan del
monasterio y haciendo crecer en una noche legumbres recogidas la víspera
para darlas a los pobres.
En el año de 1702, los religiosos españoles fundadores de la Reforma
de los Observantes Descalzos en Italia, juzgaron haber cumplido su
cometido y regresaron a su patria. Con este motivo, los religiosos
italianos suplicaron al padre Juan José que se encargara de llevar
adelante la constitución de la provincia italiana. Después de
vencer muchas y grandes dificultades, logró el apetecido intento, y el
Capítulo de la nueva provincia le nombró ministro provincial a pesar de
sus ruegos y lágrimas. En verdad fue acertada esta elección,
pues él era el más apto para ocupar y asegurar la prosperidad de la
naciente provincia, mantener el rigor de la observancia de San Pedro de
Alcántara y hacer florecer las virtudes del patriarca San Francisco.
Virtudes y prodigios
Tenía Juan José ilimitada confianza en el Señor, y Dios se la
premiaba con multitud de milagros y prodigios extraordinarios, como el
que obró ocho años antes de su muerte, sucedido de la manera que aquí
declaramos.
Al entrar cierto día del mes de febrero en el convento, se le acercó
un comerciante napolitano y le rogó intercediera por su mujer gravemente
enferma, la cual deseaba ardientemente comerse unos melocotones, cosa
imposible de darle en aquella época del año. Díjole el Santo que tuviese
confianza y que, al día siguiente, el Señor, San Pedro de Alcántara y
San Pascual Bailón atenderían sus súplicas.
Su caridad para con los enfermos le llevaba a desear padecer
los achaques y enfermedades que ellos padecían, y así lo pedía al Señor,
siendo muchas veces oídas sus súplicas. Gustábale asimismo
hacer grandes penitencias para que el Señor perdonase a los pecadores
que con él se confesaban, y a los cuales no imponía sino una leve
satisfacción.
Éxtasis y otros favores celestiales
El divino Maestro suele complacerse en regalar con las celestiales
delicias del Tabor a cuantos le aman lo bastante para seguirle
valerosamente hasta el Calvario.
El padre Juan José de la Cruz tuvo frecuentes éxtasis, mereciendo
además el insigne favor de tener al Niño Jesús en sus brazos en varias
ocasiones, y señaladamente en la noche de Navidad. La Virgen María se le
apareció y habló muchas veces, como él mismo lo declaró en ratos de
esparcimiento.
Tuvo asimismo el don de bilocación. Vino un día al convento el criado
de una duquesa, suplicando al Santo que fuese a visitarla, pues estaba
gravemente enferma y quería confesarse; pero Juan José se hallaba
también acostado sin poder moverse. El criado se volvió muy afligido y
fue a su dueña para contarle la triste noticia. Mas cuál no sería su
asombro cuando, al entrar en el cuarto donde yacía la enferma, halló en
él al padre Juan José.
El Señor le favoreció con el don de profecía. Así,
predijo un día su destino a tres jóvenes que fueron a consultarle. Al
primero le dijo: «Hijo mío, tu vocación no es la vida religiosa; tienes
cara de tener que morir ahorcado». Al segundo le dio este consejo: «Ten
cuidado y está alerta, hijo, pues te amenaza un grave peligro». Al
tercero le dijo: «Ruega a la Virgen con fervor, cumple fielmente todas
tus obligaciones y el Señor te protegerá».
Estas predicciones se verificaron a la letra, pues el tercero se hizo
religioso franciscano descalzo. Pasando cerca de Puzzuoli, supo que el
segundo había sido asesinado y ferozmente acuchillado en un monte
cercano.
Su muerte
Los señalados premios y favores otorgados por el Señor a nuestro
Santo, sólo consiguieron desprenderle más y más de las cosas de este
mundo y acrecentar el deseo que tenía de las eternas. Por eso se llenó
de santa alegría con la noticia de su próxima muerte. Una semana antes, o
sea, a finales del mes de febrero del año 1734, rogó a su hermano que
le encomendase al Señor en sus oraciones del viernes siguiente, y
cabalmente fue ese día el postrero de su vida.
Este admirable y santísimo siervo de Dios fue canonizado por Gregorio
XVI junto con San Alfonso María de Ligorio, San Francisco de Jerónimo,
San Pacífico y Santa Verónica de Juliani. Sus sagradas reliquias están
en la ciudad de Nápoles, en la iglesia del convento de Sta. Lucía del
Monte.
[San Juan José de la Cruz, en El Santo de cada día, tomo II. Zaragoza, Editorial Luis Vives, 1964, pp. 51-59]
Artículo publicado originalmente por franciscanos.org
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