Hay palabras que callo o pronuncio… Cuando les hablo
a los otros. Cuando les digo lo que a veces no pienso movido por la
ira. Cuando soy demasiado directo y digo lo que creo que es verdad.
Cuando no cuido mi forma de decir las cosas. Y hiero. Porque soy torpe. Y
hago bromas queriendo ser simpático, queriendo acercarme al otro.
Cuando no soy sensible en mi trato, ni me pongo en su lugar.
¡Es tan fácil desanimar a otros en medio de la
batalla! Desaconsejo que hagan lo que yo no puedo hacer. Porque creo que
no podrán. Dudo de sus posibilidades. Los desanimo. Se me olvida a
veces agradecer lo que hacen por mí.
Y exijo actitudes y cambios en los demás sin pensar qué es lo
que realmente necesitan. Dejo de cuidar a los que Dios me ha confiado.
No los cuido con mis palabras y gestos.
Y otras veces hablo más de la cuenta. Critico a los
ausentes. Juzgo sus vidas. Haciendo afirmaciones que dañan su fama. ¡Qué
fácil es hundir la fama de alguien con palabras hirientes! Comentarios
fuera de lugar. Vierto sospechas infundadas. O hago comentarios jocosos
desacreditándolos.
Dice el papa Francisco en Amoris Laetitia: “Detenerse a
dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar
los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces
se olvida que la difamación puede ser un gran pecado,
una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los
demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. El amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos”.
Hablo mal de otros para quedar yo mejor, por encima. Para destacar yo
más. Para ser más importante, más capaz, a los ojos de los otros. Mis
ironías. Mis palabras dichas con descuido.
Quiero cuidar más mis palabras. No juzgar tanto.
Hacer más silencios y pensar bien lo que voy a decir antes de decirlo.
Quiero evitar las críticas destructivas. Esos comentarios que no
construyen, que no edifican, que no elevan el ambiente, que no sanan.
Quiero no hablar si no voy a construir con mis palabras. Quiero no
hablar si voy a difamar con mis palabras. Es tan fácil herir con
palabras. Quiero guardar los juicios en mi corazón. Quiero guardar silencio como María.
Quiero guardar palabras que den vida. Y sólo pronunciar palabras
bellas. Llenas de luz. Olvidar las palabras que envenenan, las que
desaniman, las palabras oscuras que no dan vida.
Comenta el papa Francisco sobre Jesús: “Jesús era un modelo
porque, cuando alguien se acercaba a conversar con Él, detenía su
mirada, miraba con amor. Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya
que sus palabras y gestos eran expresión de esta pregunta: – ¿Qué
quieres que haga por ti?”.
La palabra se hizo carne en Jesús. Y las palabras de Jesús entre
nosotros se hicieron carne. Crearon vida. Acogieron, elevaron,
enaltecieron. Construyeron un reino nuevo en medio de los hombres. Con
amor. Con paz.
Fueron las suyas palabras firmes y llenas de vida. Fueron palabras de misericordia en hombres con sed de amor. No dejó nunca de sanar a los hombres con sus palabras. De invitar a la conversión. De animar a seguir el camino de la santidad.
Fueron palabras de aliento, de esperanza, de vida. Sus palabras
brotaban de un corazón enamorado. No se guardó las palabras buenas. No
escatimó en su entrega.
Es lo que nos pide el papa Francisco: “No seamos mezquinos en el
uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día,
porque algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre
marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. En cambio, las
palabras adecuadas, dichas en el momento justo, protegen y alimentan el
amor día tras día”.
Palabras de ternura y comprensión en familia. Palabras que expresan el amor que sentimos. El perdón que damos. La admiración que sentimos por el otro. Palabras con las que acojo al hermano necesitado de mi comprensión.
No quiero guardar silencio cuando puedo decir algo bueno. Cuando
puedo proteger y alimentar el amor. Guardo las palabras de Dios en mi
corazón. Las medito. Las regalo.
Me hago portavoz de las palabras de Dios para los hombres. Portavoz de su amor que se hace carne. Palabras que unen. Palabras que sanan. Palabras que hacen milagros en mis labios.
Carlos Padilla
Aleteia