Miro a María. Miro su sí al querer de Dios: “María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”. María se arrodilla y recibe el Espíritu Santo en su vientre. Ella, la niña de Dios, la Inmaculada, la llena de gracia. Vacía de deseos propios. Enamorada de Dios. Se llena del Espíritu. Se vacía de sus planes.

Decía el padre José Kentenich: “Quien recibe el Espíritu Santo, no sólo será comparable con un árbol junto a la acequia sino que tendrá manantiales dentro de sí, en su interior fluirá un manantial de agua viva”.
María no va a sufrir la sequía. Va a poder beber de la fuente de vida que surge del corazón de Dios. Lleva a Jesús en su seno. Su vida se hace una con la vida de su Hijo. Para siempre unidos. Me gusta contemplar a María. Arrebatada por un amor infinito.

Me gusta mirarla a Ella, arrodillada ante el ángel, conmovida. Feliz la que ha creído. La miro y pienso en ese sí no evidente. Podía haber sido más fuerte el miedo. El miedo a fracasar, a perder, a no lograr esa misión imposible. María creyó, dijo que sí, se llenó del Espíritu. No volvió a tener sed.

Me gusta pensar en María tan pequeña arrodillada ante el Ángel. No teme porque Dios le pide que no tema. Ella confía. Se fía de un amor que la abraza. Y se pone en camino a servir llena de Dios en su vientre. Desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo a la superficie de un mar revuelto. Pero siempre anclada por dentro. Para no perder el centro. Para no pretender ser Ella el centro.

Me emociona ver su paso presuroso a Ein-karem. Su paso dispuesto hacia Belén. No duda. Su vida se hace camino. Deja de temer porque Dios va con Ella todos los días. Ese Dios-con-nosotros ha venido en su carne virgen. Ya no estará nunca sola. Siempre Jesús con Ella. Siempre de la mano de José, ese hombre, ese padre, que Dios pone en su camino. Para que no vaya sola. Para que sea familia.

María se pone en camino. Un camino incierto. Pero no duda. Está donde Dios la quiere.

Decía Victoria Braqueháis misionera en África: “Creo que siempre estamos donde Dios nos pone y estamos por algo. Cada encuentro tiene un sentido profundo. Hay algo que yo no sé pero que Dios sí sabe. Aunque tampoco me preocupa no saberlo todo. Eres lo que eres y ya está. No eres lo que tienes”.

El sí primero de María le da sentido a tantos síes que pronunciará en su camino de vida. El sí a su vida como fue. Es el mismo sí que yo pronuncio cada día. El sí primero de mi vocación. El sí que renuevo cada mañana de camino. El sí aunque no lo sepa todo y no lo controle todo.

A veces hago planes. Pienso, programo, hago mi agenda. Como si la vida fuera mía por entero. Toda mía. Y me olvido de que mi sí es la pieza clave de un misterioso camino. Y yo sólo tengo que confiar y seguir adelante. Un sí tembloroso pronunciado en mi alma. Un sí a mi camino de incertidumbres en el que no todo está asegurado. Un sí que camina sin miedo.

Recuerdo a san Juan Diego de rodillas ante la virgen de Guadalupe. Tiene miedo. Quiere socorrer a su tío enfermo. Y se encuentra con María: “Pon esto en tu corazón, mi pequeño hijo: no temas. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No te encuentras bajo mi sombra, a mi cobijo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás tú en el pliegue de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Necesitas algo más?”.

Seguro en la palma de su mano. Seguro en el cruce de sus brazos. Esa imagen me conmueve. Con la certeza de saber que María era su Madre. Así quiero caminar yo en mi vida. Mi sí en el sí que María pronuncia sobre mi vida. Su sí verdadero para que yo sepa decir que sí sin miedo.

Sí sin miedo a mi familia. Sí a mi vocación. Sí a mi forma de ser. Sí a mis fracasos y debilidades. Sí a mi pecado que me turba. Sí a mi pobreza. Sí a mis dudas. Sí a mis miedos. Ese sí lo repito en mi corazón en el Adviento. Sí de nuevo porque Ella me ama, me cuida, me sostiene.

Escribía Pablo D´Ors: “Todo empieza cuando dices: de acuerdo, voy a saltar. Todo empieza cuando dices: quizá me estrelle, pero confío en volar. Basta decir: sí. ¡Sí, sí, sí, Dios mío. Contigo al fin del mundo!”. Y entonces el miedo se hace más liviano, y salto.

Pero con miedo, porque no desaparece del todo. No tengo vocación de vivir sin miedo. Más bien creo que el miedo se me ha pegado a la piel y lo llevo dentro.

Temo el futuro y confío al mismo tiempo. Es esa sabia unión que Dios me propone en los brazos de María. Es una gracia. Un don imposible. Temer y confiar al mismo tiempo. Y la confianza logra que el temor sea llevadero. Y descanso en Ella. Y me calmo por dentro.
Carlos Padilla
Aleteia
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