El sentido original de la palabra “conversión” (del griego: metanoia ) se ha perdido bastante debido a una reducción moralista y voluntarista del término. Muchas veces se simplifica en afirmaciones como “cambiar de actitud”, “tener un mayor compromiso”, “ser más solidario”, etc. Otras veces se afirma: “la conversión es toda la vida”, lo que esconde una postergación constante y el riesgo de no convertirse nunca. Aunque es cierto que la conversión no es de una vez para siempre y requiere una renovación constante, especialmente predicada en cada cuaresma, no es menos cierto que esta expresión refiere a un momento decisivo en la vida: decidirse por Dios de modo radical (hasta las raíces).
¡Quiero y no quiero!

La experiencia de la propia contradicción frente a Dios es una constante en la vida cristiana, en esa tensión entre la gracia y el pecado, entre desear y buscar a Dios y no dejarse amar por él, parándose en las propias seguridades. San Pablo y San Agustín hablan de ello con profunda claridad. Nuestro corazón inquieto busca a Dios, ansiamos ser amados incondicionalmente y anhelamos su presencia. Pero también lo evitamos, huimos de él y no queremos correr el riesgo de acercarnos demasiado. Muchas veces se mantiene a Dios a cierta distancia, “cerca, pero no tanto”. ¡No es fácil dejarse amar por un amor ilimitado! Asusta un poco.

El primer obstáculo a la propia conversión es dejar a Dios en un papel muy limitado en nuestra vida, como alguien más, como algo más, entre otras cosas. Estamos dispuestos a hacer muchas cosas por Dios, pero no a darle el corazón, no a entregarle la vida entera. Incluso nuestras ocupaciones religiosas pueden ser una excusa para evitarlo. Si queremos permitir sinceramente a Dios entrar en nuestras vidas y transformarlas, es preciso cambiar radicalmente nuestro modo de pensar y de vivir. Metanoia es un cambio radical de mente y corazón, un giro decisivo hacia Dios, haciéndole el centro de toda la existencia.

Cuanto más cerca estamos de Dios, con mayor claridad nos damos cuenta lo grande que es el muro que hemos levantado para defendernos de su amor. Nos aferramos a nuestras propias seguridades: dinero, actividades, relaciones, convicciones intelectuales, carrera, imagen, salud, aspecto físico, logros, etc. En estas cosas encontramos nuestra seguridad y ocupan el lugar de Dios. Esto es a lo que la Biblia llama “idolatría”.

No dejarse amar

Todos somos libres de rechazar el amor de Dios, porque el amor verdadero no se impone, ni presiona a nadie. El pecado no es otra cosa que este rechazo, blindarse contra su amor diciéndole: “no gracias, no te necesito, por ahora no, así estoy bien”. Por eso todo pecado es una forma de autoensalzamiento, de intentar construirse la felicidad de espaldas a Dios.

Cuando no nos dejamos amar por Dios, edificamos un muro alrededor de nuestro corazón y, con el tiempo, nos convertimos en prisioneros de nuestra propia torre de Babel, encerrados en nuestra propia fortaleza. Y esto repercute en nuestras relaciones con los demás, porque cuando tengo miedo del amor, los demás se convierten en una amenaza constante para mí, y me relaciono superficialmente con los demás, no desde mi autenticidad.

En cambio, cuando le creo a Dios, cuando en lo más profundo de mi corazón me sé amado, puedo abrirme a los demás sin prevenciones ni miedos.

Cambio de mente y corazón

Cuando dejamos entrar el amor, nace el arrepentimiento y comienza la liberación del corazón. El arrepentimiento de corazón llega hasta las lágrimas, pero solo así podemos liberarnos de la muralla que hemos construido. Estar ante el amor que Dios nos tiene y dejarse desarmar por ese amor, es el principio de la transformación. Dios quiere nuestra felicidad más que nosotros mismos, pero sabe que es necesario que dejemos de defendernos para abrirnos a una felicidad que supera todo lo que nosotros podamos construir con nuestras propias fuerzas. El amor no puede inventarse, solo puede recibirse desde nuestra vulnerabilidad.

La metanoia implica dejar que nuestra identidad, nuestro yo más profundo, alcance su pleno desarrollo con la fuerza del Espíritu Santo, llevándonos sin miedo a ser quienes estamos llamados a ser. Dios tiene una opinión de nosotros mucho mejor que la nuestra, y puesto que nos conoce mejor (Sal 139), quiere liberarnos de todos nuestros miedos, presiones, ataduras y defensas que hemos construido.

La pureza del corazón requiere ser liberada, de todo lo que estorba, en el fuego del amor que hace nuevas todas las cosas. “Ser como niños” significa también dejarse regalar sin resistencias de nuestro “adulto” orgullo.

¿Qué es propiamente la conversión?

La Biblia nos enseña que la conversión es un cambio profundo de corazón y mente; un giro decisivo, una reorientación total hacia Dios, cuyo resultado es un nuevo modo de vida, un cambio radical en nuestras prioridades y escala de valores. Es un rendirse ante su amor, con la confianza de quien se deja abrazar y puede llorar y reír a la vez, sabiendo que él es nuestro verdadero hogar, nuestra verdadera patria, nuestra paz y nuestra fortaleza. Se trata de una revolución en el interior de nosotros mismos, dejándose conmover totalmente, hasta los cimientos.

Conversión es decisión por Jesucristo, por la vida definitiva en el Espíritu. La experiencia de la conversión es algo que acontece una vez en la vida y luego se madura a lo largo de toda la existencia, a través de un retorno cada vez más profundo a esta primera conversión o “amor primero” (Ap. 2,4). La conversión auténtica mueve a una autoentrega a Dios, una autodonación confiada y un deseo ardiente de dar a conocer esta experiencia a los demás. Un termómetro para ver si ha acontecido en nuestra vida la metanoia es nuestro deseo de dar a conocer a Jesús a los demás, nuestra pasión por Dios y por el Evangelio, nuestra alegría por ser amados, nuestra libertad para no vivir acorde a lo que otros esperan de mí y de vivir un estilo de vida donde las prioridades las ponga el Evangelio y no nuestros miedos o intereses egoístas.

Es ilusorio creer que la conversión es algo alcanzado de una vez para siempre, pero afirmar que es algo que dura toda la vida, no puede ser una excusa para postergarla.

Una pregunta incómoda

¿Dios es de verdad lo más importante de nuestra vida? Cuando pensamos en vivir de cara a Dios por encima de todas las cosas, podemos preguntarnos: Si decimos que Dios es el centro de nuestro corazón… ¿llena realmente su amor nuestras vidas? Si es así, ¿por qué somos tan sensibles a lo que opinen de nosotros? ¿por qué estamos tan pendientes de nuestra imagen? ¿por qué hay tanta ambición y autosuficiencia en nosotros? ¿por qué escasea tanto la austeridad y el desprendimiento? ¿por qué mostramos tan poco interés por las terribles necesidades de los más pobres? ¿por qué no deseamos ardientemente que todos se encuentren con Jesús?

Si alguna vez hemos vivido una auténtica experiencia de conversión y se ha enfriado el corazón llenándose de nuevas seguridades, es preciso volver a ese abrazo del Padre que nos haga llorar nuevamente, para poder alegrarnos con una alegría indescriptible, la alegría del cielo en nuestro corazón.
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