Nuestra cultura ve el matrimonio como algo romántico: dos personas se enamoran y unen sus vidas fruto de una atracción intensa. Los enamorados buscan y esperan que esa pasión perdure para siempre. Sirve al comienzo. El amor maduro va más allá: cariño estable, reflexivo, profundo…un proceso acogedor de respeto y aprecio.

El amor maduro brota de una admiración por el universo interior de alguien. Aprende a sanar heridas y errores. Escucha, como base de toda comunicación. Aparca el interés egoísta. Evita dañar. Lucha, sabiendo que la perfección no existe. Se celebra pero, sobre todo, se cultiva. No aburre ni se precipita. Apunta a Dios y a lo espiritual.
Estas consideraciones iniciales sugieren que, de algún modo, Dios “está casado”. Su compromiso con la “esposa” (“Israel”; la “Iglesia”), va muy “en serio”: No “surgió”, sino que desató su “locura” de amor con pura entrega; con el riesgo de no ser correspondido; con un impulso tierno que nos hace grandes. A nuestro ritmo. Juntos.

“Señora, ¿en cuántos grupos parroquiales participa?” “En cuatro, Padre. Tengo 5 reuniones semanales en la parroquia.” “Mal. Escoja dos días a la semana y deje el resto. ¡Tiene un lugar importante con los hijos y el marido por las tardes en su casa!” Nos sienta bien el Banquete de Bodas del Cordero: quita el pecado; trae el festín.

Manuel Blanco
Delegado de Medios
de Comunicación Social
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