Andrés Fernández Farto |
En nuestro país tenemos todavía pendiente un debate sereno y razonable sobre el lugar de la Iglesia y de los católicos en la sociedad democrática. Hablamos mucho de laicidad y laicismo, de libertad y respeto por los derechos de los ciudadanos, de aconfesionalidad y de libertad de conciencia, pero, a menudo, encontramos mucho estraperlo y confusión en las palabras, ataques y defensas que se utilizan en el debate diario. No resulta fácil distinguir laicidad y laicismo, a juzgar por las encontradas e interesadas descripciones utilizadas en los debates públicos.
La laicidad del Estado significa que este no hace propia ninguna ideología o religión, sino que respeta y promueve la variedad de convicciones existentes en la sociedad.
Por el contrario, el laicismo es beligerante con la religión y promueve que esta no aparezca en la vida pública y, si pudiera, en la vida privada de sus ciudadanos. El laicismo se desentiende completamente de la historia que, apesar de todo, nunca dejará de ser nuestra.
Como ha resultado habitual en la historia humana, los símbolos religiosos cristianos configuraron su cultura y su historia. Por ejemplo, en Francia, país de fuerte impronta laica, los funerales de Estado se celebran en Notre Dame. Aunque sea laica, la mayoría del país se siente identificada con el significado de unos ritos que han marcado su historia y sus tradiciones.
La laicidad del Estado no puede consistir en negar la relevancia pública de actos religiosos, excluyendo de la ortodoxia democrática a media sociedad por sus ideas religiosas; y a sus celebraciones, del ámbito público. Lo propio de los políticos, servidores de la sociedad, es reconocer todas aquellas convicciones de los ciudadanos que contribuyan a mejorar la vida social.
Esta laicidad que la Iglesia quiere ayudar a construir consiste en una política que no ignore el hecho religioso en el individuo ni en la sociedad, que no hostigue el sentimiento religioso ni pretenda erradicar de la vida pública su relevancia cultural, que evite cualquier tipo de práctica anti-religiosa abierta o encubierta, que sepa, en definitiva, reconocer la fundamentalaportación de una religión vivida en libertad al bien común de la sociedad democrática.
J. Andrés F. Farto
Profesor del Instituto Teológico Compostelano
Alfa y Omega