Un peregrino ruso llegó para confesarse con un sacerdote y cuando terminó la confesión, el padre le dijo:

—Querido amigo, mucho de lo que has escrito es absolutamente fútil. Escucha: Primero: no traigas a confesión pecados de los que ya te hayas arrepentido y te hayan sido perdonados; no vuelvas sobre ellos de nuevo, puesto que esto sería dudar de la fuerza del sacramento de la penitencia. Segundo: no hagas memoria de otra gente que haya tenido relación con tus pecados; júzgate sólo a ti. Tercero: los Santos Padres nos prohíben mencionar todas las circunstancias de los pecados, y nos ordenan confesarnos de ellos en general, a fin de evitar la tentación tanto para nosotros mismos como para el sacerdote. Cuarto; has venido para arrepentirte, y no te arrepientes de que no sepas arrepentirte, esto es, de que tu arrepentimiento sea tibio y negligente. Quinto: has repasado todos estos detalles, pero has pasado por alto lo más importante: No has revelado los pecados más graves de todos. No has confesado, ni anotado, que no amas a Dios, que odias a tu prójimo, que no crees en la Palabra de Dios, y que estás henchido de orgullo y de ambición. Una inmensa cantidad de maldad, y toda nuestra perversión espiritual, residen en estos cuatro pecados. Ellos son las raíces de las que brotan los retoños de todos los pecados en que caemos.


El peregrino se quedó muy sorprendido y dijo:

—Perdón, reverendo padre, pero ¿cómo es posible no amar a Dios, nuestro Creador y nuestro Guarda? ¿En qué creer sino en la Palabra de Dios, en la que todo es verdadero y santo? Yo quiero bien a todos mis semejantes, ¿y por qué iba a odiarlos? No tengo nada de que enorgullecerme; además de tener innumerables pecados, no tengo nada digno de ser ensalzado, ¿y qué podría yo codiciar, con mi pobreza y con mi mala salud? Naturalmente, si yo fuese un hombre culto, o rico, entonces sin duda sería culpable de las cosas de que habláis.

El padre respondió:

—Es una lástima, querido, que comprendieras tan poco de lo que dije. Mira, vas a aprender más deprisa si te doy estas notas. Es lo que siempre uso para mi propia confesión. Léelas de cabo a rabo, y tendrás, de forma lo bastante clara, una muestra exacta de lo que te acabo de decir.

Le dio las notas al peregrino y se puso a leerlas. Helas aquí:

Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis semejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y de mi conducta, de este modo:

1. No amo a Dios, puesto que si amase a Dios, estaría continuamente pensando en Él con profundo gozo.

Cada pensamiento de Dios me daría alegría y deleite. Por el contrario, pienso mucho más a menudo, y con mucho más anhelo, en las cosas terrenales, y el pensar en Dios me resulta fatigoso y árido.

Si amase a Dios, hablar con Él en la oración sería entonces mi alimento y mi deleite, y me llevaría a una ininterrumpida comunión con Él. Pero, por el contrario, no sólo no encuentro deleite en la oración, sino que incluso representa un esfuerzo para mí. Lucho con desgana, me debilita la pereza, y estoy siempre dispuesto a ocuparme con afán en cualquier fruslería, con tal de que acorte la oración y me aparte de ella.

El tiempo se me va sin advertirlo en ocupaciones vanas, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en Su presencia, cada hora me parece un año.

Quien ama a otra persona, piensa en ella todo el día sin cesar, se la representa en la imaginación, se preocupa por ella, y en cualquier circunstancia no se le va nunca del pensamiento.

Pero yo, a lo largo del día apenas reservo una hora para sumirme en meditación sobre Dios, para inflamar mi corazón con amor por Él, mientras que entrego con ansia veintitrés horas como fervorosas ofrendas a los ídolos de mis pasiones.

Soy pronto a la charla sobre asuntos frívolos y cosas que desagradan al espíritu; eso me da placer. Pero cuando se trata de la consideración de Dios, todo es aridez, fastidio e indolencia.

Aun cuando sea llevado sin querer por otros hacia una conversación espiritual, rápidamente intento cambiar el tema por otro que dé satisfacción a mis deseos.

Tengo una curiosidad incansable por las novedades, sean acontecimientos ciudadanos o asuntos políticos. Busco con ahínco la satisfacción de mi amor por el conocimiento en la ciencia y en el arte, y en la manera de obtener cosas que quiero poseer.

Pero el estudio de la Ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión, no me causan efecto, y no sacian ningún apetito de mi alma. Veo estas cosas no sólo como una ocupación no esencial para un cristiano, sino ocasionalmente como una especie de cuestión secundaria en que ocupar quizá el ocio, a ratos perdidos.

Para resumir: si el amor a Dios se reconoce por la observancia de sus mandamientos (si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice Nuestro Señor Jesucristo), y yo no sólo no los guardo sino que incluso lo procuro poco, se concluye verdaderamente que no amo a Dios.

Esto es lo que Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a Dios y a Su Cristo está en el hecho de que no guarda sus mandamientos”.

2. No amo tampoco a mi prójimo.

Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes.

Si lo amase tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí también, e igualmente me deleitaría con su felicidad.

Pero, por el contrario, presto oídos a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo imperturbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer.

No sólo no cubro con amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura.

Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún sentimiento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos de envidia o de menosprecio.

3. No tengo fe, ni en la inmortalidad ni en el Evangelio.

Si estuviera firmemente persuadido y creyese sin ninguna duda que más allá de la tumba se encuentra la vida eterna y la recompensa por las acciones de esta vida, pensaría en ello continuamente.

La idea misma de la inmortalidad me aterraría, y haría que me condujese en esta vida como un extranjero que se dispone a penetrar en su tierra natal. Por el contrario, ni siquiera pienso en la eternidad, y veo el fin de esta vida terrena como el límite de mi existencia.

Y esta secreta idea anida en mi interior: “¿Quién sabe lo que ocurre a la muerte?” Si digo que creo en la inmortalidad, hablo entonces sólo por mi entendimiento, pues mi corazón está muy lejos de una firme convicción de ello.

Esto lo atestiguan abiertamente mi conducta y mi continua solicitud en dar satisfacción a la vida de los sentidos.

Si mi corazón acogiese con fe el Santo Evangelio como la Palabra de Dios, yo estaría ocupado continuamente con él, lo estudiaría, hallaría deleite en él y pondría con toda devoción mi atención en él. En él se ocultan la sabiduría, la clemencia y el amor; él me llevaría a la felicidad, y yo encontraría gran gozo en estudiar la Ley de Dios día y noche.

En él encontraría yo alimento, como mi pan cotidiano, y mi corazón sería movido a guardar sus leyes. Nada en el mundo sería lo bastante fuerte como para apartarme de él.

Por el contrario, si de vez en cuando leo o escucho la Palabra de Dios, es tan sólo por necesidad o por un interés general por el saber, y al no prestarle una atención estrecha, la encuentro sosa y sin ningún interés.

Por lo general, llego al término de la lectura sin sacar ningún provecho, y más que dispuesto a cambiar a una lectura mundana, en la que obtengo mayor placer y encuentro temas nuevos e interesantes.

4. Estoy lleno de orgullo y de sensual amor por mí mismo.

Todas mis acciones lo confirman. Viendo algo bueno en mí mismo, quiero mostrarlo o enorgullecerme de ello ante otra gente, o admirarme yo mismo interiormente por ello.

Si bien revelo una humildad exterior, con todo la atribuyo por entero a mis propias fuerzas y me considero superior a los demás, o por lo menos no peor que ellos. Si yo observo en mí una falta, trato de excusarla, y la disimulo diciendo: “Estoy hecho así,” o “no es mía la culpa”.

Me enfurezco con los que no me tratan con respeto y los considero incapaces de apreciar la valía de las personas. Voy jactándome de mis dotes, y tomo como un insulto personal mis tropiezos en cualquier empresa.

Murmuro, y encuentro placer en el infortunio de mis enemigos. Si me empeño por algo bueno es sólo con el propósito de ganar admiración, o autocomplacencia espiritual, o consuelo mundano.

En una palabra: Hago de mí continuamente un ídolo y le presto servicio ininterrumpidamente, buscando en todo el placer de los sentidos y el sustento para mis pasiones sensuales y mis apetitos.

Examinando todo esto, me veo arrogante, espurio, incrédulo, sin amor a Dios y con odio hacia mis semejantes.

¿Qué condición podría ser más culpable? La de los espíritus de las tinieblas es mejor que la mía. Ellos, aunque no aman a Dios, odian a los hombres y viven de orgullo, por lo menos creen y tiemblan.

Pero en cuanto a mí, ¿puede haber una condena más terrible que la que me espera? ¿Y qué sentencia de castigo será más severa que la que recaerá sobre la vida de indiferencia y de desatino que reconozco en mí?

Leyendo por entero este modelo de confesión que el sacerdote me había dado, quedé horrorizado y pensé para mí: “¡Dios mío! Qué pecados tan espantosos se esconden dentro de mí, y yo sin haber reparado nunca en ellos!”. El deseo de verme limpio de ellos me hizo rogar a este gran padre espiritual que me enseñase cómo conocer las causas de todos estos males y cómo curarlos.

Y entonces le pidió al sacerdote que lo instruyera. El sacerdote respondió:

“Mira, querido hermano. La causa de no amar a Dios es falta de fe; la falta de fe viene motivada por la carencia de convicción; y la causa de ésta es el descuido en la búsqueda del saber santo y verdadero, la indiferencia hacia la luz del espíritu.

En una palabra: Si no tienes fe, no puedes amar; si no tienes convicción, no puedes tener fe; y para alcanzar la convicción debes obtener un conocimiento pleno y exacto de la cuestión que tienes delante.

Por la meditación, por el estudio de la Palabra de Dios y por la observación de tu experiencia, debes despertar en tu alma un ansia y un anhelo (o, como algunos lo llaman, una “admiración”) que te proporcione un deseo insaciable de conocer las cosas más de cerca y más plenamente, y de penetrar más en su naturaleza.

Un autor espiritual habla de ello de este modo: “El amor, dice, crece por lo general con el conocimiento, y cuanto mayor es la hondura y la extensión del conocimiento tanto más amor habrá, más fácilmente se ablandará el corazón y se abrirá al amor de Dios, a medida que contemple con diligencia toda la plenitud y belleza de la naturaleza divina y su ilimitado amor por los hombres”.

Ahora ves, pues, que la causa de aquellos pecados que tú leíste es la pereza en pensar sobre cosas espirituales, pereza que ahoga el sentimiento mismo de la necesidad de tal reflexión.

Si quieres saber cómo superar este mal, combate por la iluminación de tu espíritu con todos los medios en tu poder, y lógralo por el estudio aplicado de la Palabra de Dios y la de los Santos Padres, con la ayuda de la meditación y del consejo espiritual, y por la conversación con aquellos que son sabios en Cristo.

¡Ah, querido hermano, con cuánto infortunio nos tropezamos sólo por culpa de nuestra desidia en buscar luz para nuestras almas en la Palabra de verdad! No estudiamos la Ley de Dios día y noche, y no pedimos por ella con diligencia y sin cesar.

Y a causa de esto, nuestro hombre interior, indigente, pasa hambre y frío, de tal modo que no tiene fuerzas para dar un paso resuelto hacia adelante en el camino de la virtud y de la salvación.

Así que, querido, tomemos la resolución de hacer uso de estos métodos, y de llenar nuestras mentes lo más a menudo posible con pensamientos de cosas celestiales, y el amor, derramado desde lo alto en nuestros corazones, se inflamará dentro de nosotros.

Haremos esto juntos, y rezaremos tan a menudo como podamos, pues la oración es el medio capital y más poderoso para nuestra regeneración y nuestra felicidad. Rezaremos en los términos que la santa Iglesia nos enseña: “Oh Dios, hazme capaz de amarte ahora como he amado el pecado en el pasado”.
Extraído del libro Relatos de un peregrino Ruso, a partir de la transcripción de Católicos.com
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