En su segundo día en Estados Unidos, el Papa Francisco canonizó a
Fray Junípero Serra, conocido como el Padre de California, incluyéndolo
así en el libro de los santos. A continuación, el texto completo de la
homilía de la Misa en la que lo elevó a los altares:
«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida.
«Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa. Una
invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos de una
vida plena, una vida con sentido, una vida con alegría. Es como si Pablo
tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y
pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que
nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que siempre
quieren contentarnos.
Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas
las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia
dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a
una resignación triste que poco a poco se va transformando en
acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.
No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo
queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros
días, ¿o sí? Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se
nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en
las diferentes situaciones de nuestra vida?
Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros hoy:
¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y
se vive solamente dándola, dándose.
El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a
este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos
unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el
mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el
mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo
inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la
infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii
gaudium, 24). Vayan todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando.
A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la
experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt
28,19).
La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y
anuncien. La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una
llamada: Vayan y unjan. Jesús los envía a todas las naciones. A todas
las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también
nosotros. Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de
quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia.
Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con
rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de
sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una
vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su
encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada,
sucia, destruida. A «todos» dijo Jesús vayan y anuncien; a toda esa
vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi
nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan a anunciar sin miedo, sin
prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido
la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del
Padre.
Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del
sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca
ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar
que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la
última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma
las heridas y restaura el corazón.
La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un
manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de
una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La
misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de
Dios.
La Iglesia, el
Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la
historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y
violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo
fiel de Dios, no teme al error; teme al encierro, a la cristalización en
elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones.
Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo»
(Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es
discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles
los pies (cf. ibíd., 24).
Hoy estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron
a responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se
acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad»
(Documento de Aparecida,
360). Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no
encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las
costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una
multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49). Somos deudores de una
tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena
Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y
Buena.
Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas
tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que
es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los
caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su
tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al
encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y
peculiaridades.
Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los
que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la
dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían
abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente
por el dolor que causan en la vida de tantos.
Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero
especialmente supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma
que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no
se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor
espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante,
por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que,
como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».
ACIprensa