ETIQUETAS
Aborrecibles. Pero, al mismo tiempo, odiosamente tentadoras, necesarias para definir a la gente. Encasillándola. Se trata de las etiquetas que utilizamos para describir a las personas. Las construimos con pocos datos; sin vuelta de hoja. Muchas son crueles e invariables. A veces, por miedo a lo desconocido: “¡Impuro, impuro!”
Algo insoportable: sentirse rechazado por todos. Dicen que las mentes más infantiles necesitan ser aceptadas por el grupo. Aunque todos precisamos cariño, ayuda, relación. Todavía hay algo peor: ¡sentirse rechazado por Dios!... No merecería la pena vivir así. Por suerte, nunca sucederá. Esa lepra no existe.
Una señora contaba cómo “desetiquetó” a su marido: “He dejado de pensar que mi marido me pueda hacer feliz. No puede. Sólo soy feliz porque Dios me hace feliz. Desde que me entregué a Dios, Él ha abierto una fuente inmensa de gozo en mí. Y ha liberado a mi marido de un peso enorme. Ahora, más que pedirle lo que sólo Dios puede darme, soy libre para amarle y compartir mi felicidad con él. Creo que él se siente mejor así. Cuando hemos probado el agua viva del Señor, no necesitamos otras fuentes”.
La sociedad nos obliga a catalogar: blanco o negro; izquierdas o derechas; dulce o amargo; BarÇa o Madrid; buenos o malos; etc., etc. El Espíritu hace posibles miles de matices más. Enriquece. Siempre con algo aprovechable. Un niño al que le repetían “eres malo”, se lo acabó creyendo. Así se volvió. Unas palabras crean. Otras destruyen.