por Manuel Blanco
LA TUMBA

    De puro granito. A la entrada de la Iglesia. Como un monolito traído por Obélix, pero cristianísimo. La lápida marcaba una fecha: “14 de mayo de 1899”. Mi abuela y mi madre me enseñaron a rezar allí, junto a su tumba. Casi siempre tenía flores, aunque fuesen de plástico. No es fácil olvidar en la oración a quien tanto enseñó a rezar.

El padre Juan Conde, SJ, había muerto allí, en Quindimil, con fama de santo, predicando una misión popular. Los paisanos decían que las aguas del río, el día de su muerte, habían cambiado el sentido de su curso. Me alegré un montón al encontrar su nombre en Internet. Nunca pensé que su historia trascendiese más allá de la aldea.

Debo a la provincia de Lugo mis más telúricos sentimientos. La conexión más profunda que he tenido nunca con la Madre Tierra. Pero nunca pagaré el regalo de la fe que me transmitieron los mayores. En el cementerio de Quindimil conocí las puertas del Más Allá. Entre mis predecesores: buenos y malos; santas y pecadoras. Les quiero.

Aprendí lo feo que sería un “sepulcro blanqueado”. El abuelo, emigrante a Cuba con 14 años, cubrió de lágrimas la cubierta del barco durante toda la travesía. Más tarde viajaría aún más lejos; aunque hoy pueda sentirlo siempre cerca. Yo también he de partir. Espero encontrarlo de nuevo. Y al resto. Y a Quien nos regaló todo este amor. 

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