Soy español, y por tanto, católico, cabreado, y anticlerical. No es que tenga manía a la sotanas, es sólo que desconfío de los gremios. Y el clero representa a una masa. Ocurre que estoy en deuda. No con el clero sino con mis curas. Que la prensa pasea los garbanzos negros de la Iglesia y ni una línea dedica a la mayoría, los que queman su vida ayudando a los demás. Ahora que tanto columnista traumatizado insiste en lo malos que eran los curas de su colegio, ha llegado la hora de hablar de los míos.


Soy cristiano de los de Chesterton. De los del buen beber, mucho comer, y bien santificar las fiestas. De los que dan gracias a Dios cuando cruza la calle una mujer hermosa, de los que pecan y se confiesan mil veces, y de los que se quejan. Soy, en fin, un sinvergüenza que trata de caer simpático al buen Dios, que un día se abrió ante mis ojos con inolvidable belleza. Y siempre he tenido curas cerca.



Don Manuel estaba mayor cuando yo era niño. Ahora está mucho más joven. Lo he visto hace poco y me parece asombroso lo mal que he envejecido yo. Cantaba en el oratorio del colegio y nos enseñaba a pedirle cosas a la Virgen. Nos dio los rudimentos, con santa paciencia, para aprender a rezar como niños, con esa inocencia que nunca debimos perder. Era la sensatez y la sobriedad. La serenidad.



Atendía en la escuela Don Antonio, con quien todos queríamos hablar porque los pecados parecían importarle tanto como a Dios, pero no a ese Dios vengador que no existe, sino al Padre que sonríe con los tropezones de su niño. Nunca adiviné en su rostro dolor, hartazgo, o cansancio. Eterna sonrisa.



Con Don José la cosa era distinta. Fueron años de aprender matemáticas, por tanto, de penitencia. Aquello no podía llevarse a cabo sin ayuda espiritual. Gran conversador, su abanico iba desde las encíclicas hasta los más ingeniosos chistes verdes. Don José, fuera de la sacristía, era un tipo corriente al que todos lloramos cuando se marchó a otro colegio. Los más llorones, por supuesto, fueron los más anticlericales.



A Don Pablo lo recibimos con desprecio porque echábamos de menos a Don José. Su buen humor había sido sustituido por un aragonés de carácter, con extraña afición a los chistes malos. Apariencia engañosa. Me inculcó el amor a la filosofía. Me enseñó a pensar por libre. Han pasado los años y las sotanas y no he encontrado a nadie capaz de igualar su predicación. De haber más curas con esa brillantez y esa cultivada capacidad oratoria las iglesias estarían más llenas de lo que ya están. Que, digan lo que digan, yo sigo sin encontrar un maldito banco libre.




Don Pablo fue amigo antes que cura. Cuando me lo encontré en la catedral de Santiago quince años después no sentí vibración espiritual, sino ganas inmensas de darle un abrazo. Con él se podía discutir la doctrina pero era inútil: ganaba siempre. Sin embargo podías vengarte segándole el tobillo en el campo de fútbol, donde sin sotana ejercía de implacable defensa. Yo era delantero hábil, goleador nato. Con muy mala leche me apodó “toquecitos”, por mi innata capacidad para hacerle un roto a la defensa en un metro cuadrado. Su llegada a los partidos colegiales contribuyó a mi sequía goleadora. En ese sentido agradecí su marcha. En todos los demás, no.



Don Carlos llegó a Galicia de mala gana. Enamorado de Roma, del Mediterráneo, y del sol, el clima mustio supuso una gran prueba de fe y obediencia. La otra prueba fue aguantar mi adolescencia. De él aprendí que los curas eran humanos. Hasta entonces me parecían una mezcla de santidad, generosidad, y entrega inalcanzable. Y en Don Carlos había todo esto, pero a la vista estaba su lucha. A Don Carlos sí, lo podías ver cabreado –especialmente en el fútbol, claramente influido por los italianos-, triste después de semanas de lluvia, o desesperado ante la rudeza de sus feligreses. Pero al día siguiente volvía a levantarse a las cinco, a sonreír, y a intentar reconducir su rebaño. Un cura como un apóstol del Evangelio. Nada de élites. Luchador. Apasionado. Pecador. Confesor. Amigo.



Tuve con él muchas discusiones de adolescente, signo inequívoco de confianza. En una llegamos a arrojarnos objetos a la cabeza, rozando en mi caso la excomunión. Luego nos dimos un abrazo. Lió entonces uno de sus cigarrillos para sellar la paz, y al prenderlo sopló el viento y saltaron chispas, y se le volvió a llenar la sotana de agujeros como siempre, y los gritos se oyeron hasta en el Vaticano. No he conocido a cura más torpe. Y no he recibido mejor lección espiritual que verlo pelear con alegría contra las mismas cosas que me costaban a mi.



Fuera del colegio trabé amistad con Don Ignacio. Sin saberlo estaba en sus oraciones diarias. Le perdí la pista durante años y apareció de pronto cuando la vida se me había oscurecido, cuando los católicos oficiales me daban por perdido, y cuando no necesitaba dedos inquisidores sino la misericordia de un corazón grande. Me dejó consuelo y alegría. Se fue a México y hoy trabaja con familias pobres. Me entristeció la marcha del amigo. Pero ahora ya no lo extraño, porque sé que sigue aquí de alguna forma cada día.



Don José Luis atendía a presos, Don Jesús pasaba horas escuchando llorar a viejas en el confesionario, Don José Juan se ordenó a los 40, y con Don Pablo íbamos a una residencia atendida por monjas, a darles de comer a los terminales. Allí curas y monjas limpiaban vómitos, pañales, y daban besos a desahuciados con graves enfermedades contagiosas. Privilegios de la Iglesia.



Todos estos curas se levantaban antes de que saliera el sol, alentaban a cientos de personas, atendían parroquias, carecían de ambiciones terrenas, amaban a los enemigos de la Iglesia, rezaban mucho, y transmitían paz. Con ellos he aprendido las lecciones más importantes. Son cincuenta o mil. No sé. Pero son mis curas buenos. Búscalos arrodillados en penumbra ante Jesús en el primer banco de una iglesia cerrada. Que estarán rezando por ti y por los tuyos. Esperándote siempre como me esperaron siempre.
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