"Si a todo cristiano está encomendado el ejercicio de oración, y que sea con instancia y compasión, llorando con los que lloran, ¿con cuánta mayor debe de hacer esto el que tiene por oficio pedir limosna por los pobres, salud para los enfermos, rescate para los encarcelados, perdón para los culpados, vida para los muertos, conservación de ella para los vivos, conversión para los infieles, y, en fin, que, mediante su oración y sacrificio, se aplique a los hombres el mucho bien que el Señor en la cruz les ganó? Y si de aquellos sacerdotes hubiese, que, como viuda de Naím, llorase al hijo muerto (cfr Lc 7,11ss), importunase al Señor como la cananea (cfr Mt 15, 22ss), y le ofreciese devotos ruegos por el hijo endemoniado (cfr Mt 17, 14ss), que unas veces lo lanza en el fuego el demonio, y otras en el agua, consolarlos hía el Señor, diciendo: No queráis llorar (cfr Lc 7, 13); y darlos hía ánimas resucitadas y sanas, como dio a las otras personas corporal salud y vida; y, por ventura, espiritual también para sus hijos".
San Juan de Ávila, Tratado sobre el sacerdocio, 11