Seminario Mayor Compostelano
San Martín Pinario, Santiago de Compostela
'PASIÓN por el EVANGELIO'
.
.
Testimonio de Juan José López, Seminarista Mayor
.
.
Me llamo Juanjo, tengo treinta y siete años, y me estoy formando en el Seminario de Santiago de Compostela para ser sacerdote. No estoy en el Seminario tanto porque yo así lo desee, sino porque algo dentro de mí, en un momento muy concreto, me indicó que debía ser sacerdote. Algo más profundo que un mero sentimiento me llevó a cambiar todos los planes de vida que ya tenía montados y empezar algo distinto.
En ese momento, yo vivía en Estados Unidos. Llevaba nueve años dando clases de español en una escuela pública en Chicago y tenía mi vida hecha: trabajo, piso, amigos y novia. Había conseguido todo lo que un joven de mi edad deseaba; incluso había logrado más de lo que unos años antes hubiera soñado. Viajaba mucho, tenía una dilatada vida social, era respetado en mi trabajo y admirado por los que me conocían.
Mi creencia religiosa en ese momento era, como mucho, una marca cultural que me distinguía de los demás. Si bien mis padres me educaron en la fe católica, los años que había vivido “a mi aire” en Estados Unidos habían borrado la mayor parte de mi práctica católica. Aquello quedaba en una teoría, y con ser “buena gente” ya bastaba.
Sin embargo, esto no debía de bastar lo suficiente porque cuanto más conseguía lo que deseaba más insatisfecho me sentía y, además, poco a poco, iba pillándome a mí mismo en contradicciones que me hacían ver que la motivación final de lo que hacía no era más que una autobúsqueda, la propia realización personal, tan efímera y que tan vacío me dejaba una vez alcanzada.
Si la vida vivida para uno mismo, aun haciendo cosas buenas y necesarias, dejaba vacío, sólo quedaba el razonamiento de vivirla para algo externo a uno: lo que por cultura y razón debía de ser el concepto de Dios. En ese periodo empecé a rezar con la fuerte motivación que me daba la conciencia clara de que o había un Dios que diera sentido a la existencia o todo era un sinsentido. Mi oración consistía en clamar: “Dios, si existes, dime qué he de hacer con mi vida”. A partir de ahí, vinieron a mi corazón varías cosas: el recuerdo de personas cuyo testimonio de vida me había marcado antes de ir a Estados Unidos; la necesidad de compartir lo que me pasaba desde un plano distinto ya que mis amigos no me daban respuesta satisfactoria; y, sobre todo, un fuerte deseo de silencio.
Surgió entonces un lugar en el que tomarme un tiempo de parada y reflexión. Así que, impulsado por el convencimiento de que las motivaciones que me habían guiado hasta entonces me llevaban a una vida muerta, decidí aparcar lo que tenía y probar por ahí. Fue muy duro; lo que más me costó fue dejar la relación con mi novia.
En los dos meses que tardé en organizar esta transición me ocurrió lo mejor de todo: de vez en cuando, me sorprendía una sensación bien clara y profunda de sentirme amado. Nunca antes había sentido eso ni con esa intensidad. Sé que mis padres me quieren, pero esto era distinto. En alguna ocasión en que estaba solo, tenía que darme la vuelta y cerciorarme de que no había nadie conmigo, porque el sentimiento de una presencia era más certero que cualquier otra cosa. Me acordé de la descripción que hace Jesús de Nazaret de Dios como un Padre amoroso, y caí en la cuenta que eso que yo experimentaba era comparable al amor de un padre por su hijo. Dios dejó entonces de ser un concepto, una idea que justifica teóricamente una moral o una religión. Pasó a ser persona viva, consuelo y esperanza.
Desde entonces, he ido dando pasos desde la confianza en ese alguien externo a mí y tan íntimamente dentro. Alguien que sé que me conoce mejor que yo mismo y que, sobre todo, me ama. Así he llegado al Seminario de Santiago de Compostela: no tanto porque sea ésta una opción lógicamente razonada o así yo lo desee, sino más porque sé que soy deseado, sé que soy amado por el que quiere mi felicidad y me ha dado la gracia de conocer el camino para llegar a ella plenamente. Esto ya lo he empezado a experimentar; las consecuencias más profundas desde que empecé esta nueva vida han sido una gran paz interior y una libertad que antes no tenía.
Todos queremos ser felices. Y una mayor felicidad que cuando somos amados y, como consecuencia de ello, nosotros amamos, no creo que sea posible. Estoy convencido de que la vocación única de todos es al amor, al Amor que nos ha creado y al Amor final al que llegamos tras una vida haciendo patente su presencia. Doy gracias a Dios por haberme dado el regalo de esa experiencia de amor y mostrado el camino del sacerdocio como medio para hacerla visible a los demás.
Juan José López Marín, Seminarista Mayor -Santiago de Compostela-
Testimonio publicado en el Suplemento de Barca de Santiago