El
Papa Francisco aseguró este Domingo de la Divina Misericordia que “la
Misericordia no abandona a quien se queda atrás”. El Santo Padre realizó
esta afirmación en la Misa que celebró este 19 de abril, en la iglesia
de Santo Spirito in Sassia, en Roma, según informa la agencia de noticias ACIPRENSA.
En este sentido, el Pontífice hizo una llamada a no dejar a nadie atrás en la pandemia de coronavirus COVID 19 que está padeciendo el mundo.
Advirtió que “ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua
recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar
al que se quedó atrás”.
“El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo
indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va
mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa
idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a
los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás”.
Francisco aseguró que “esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad”.
El Papa afirmó que “Dios no se cansa de tendernos la mano para
levantarnos de nuestras caídas”, y puso de ejemplo el caso del apóstol
Tomás.
Tomás estaba ausente cuando Jesús se apareció a los apóstoles después
de resucitar, y no se creía que el Señor hubiera resucitado y se
hubiera aparecido a sus amigos. “¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad
temerosa?”, se preguntó el Papa. “Regresó, se puso en el mismo lugar,
‘en medio’ de los discípulos, y repitió el mismo saludo: ‘Paz a
vosotros’. Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del
discípulo comenzó en ese momento”.
“La mano que siempre nos levanta es la misericordia”, indicó
el Papa. “Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el
suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie”.
El Pontífice continuó: “Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en
nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras
miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia”.
Tomás pudo tocar las llagas del Maestro “y descubrió lo que Jesús
había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con
sus propias manos la cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado
tarde, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no
creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios.
E hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: ‘Señor mío y Dios mío!’.
Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad
frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí
Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros
mismos y a amar la propia vida”.
“En la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás,
con nuestros temores y nuestras dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable.
Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos
cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al
mismo tiempo”.
En esta fiesta de la Divina Misericordia “el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás”.
“Dame tu miseria”
Por otra parte, el Papa Francisco reflexionó sobre el significado de la iglesia de Santo Spirito in Sassia,
en la que celebró la Misa: “Hoy, en esta iglesia que se ha convertido
en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años
atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con
confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: ‘Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia’”.
Subrayó que “en otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con
satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía.
Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: ‘Hija mía, no me has ofrecido
lo que es realmente tuyo’. ¿Qué cosa había retenido para sí aquella
santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: ‘Hija, dame tu miseria’”.
Por ello, “también nosotros podemos preguntarnos: ‘¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?’.
¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento
del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea
sobre una persona determinada...”.
“El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia”, aseguró el Papa Francisco.
“El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy
asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una
semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado,
vivieron con temor, con ‘las puertas cerradas’ (Jn 20,26), y ni
siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente.
¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en
el mismo lugar, ‘en medio’ de los discípulos, y repitió el mismo saludo:
‘Paz a vosotros’ (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La
resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia
fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de
tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas.
Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que
ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la
vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se
cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el
papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la
misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el
suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.
Y tú puedes objetar: ‘¡Pero yo sigo siempre cayendo!’. El Señor lo
sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos
continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en
nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras
miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia.
Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la
misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo
II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este
mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: ‘Yo soy el amor y la
misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi
misericordia’ (Diario, 14 septiembre 1937).
En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le
había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de
Jesús la desconcertó: ‘Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente
tuyo’. ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús
le dijo amablemente: ‘Hija, dame tu miseria’ (10 octubre 1937).
También nosotros podemos preguntarnos: ‘¿Le he entregado mi miseria
al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?’. ¿O hay algo
que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado,
una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una
persona determinada... El Señor espera que le presentemos nuestras
miserias, para hacernos descubrir su misericordia.
Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la
Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con
ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro,
y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que
Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas
tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios.
Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la misericordia superó a
los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en
el amor infinito de Dios. E hizo la confesión de fe más sencilla y
hermosa: ‘¡Señor mío y Dios mío!’ (v. 28). Así se realiza la
resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en
la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi
Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia
vida.
Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos atravesando,
también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos
reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más
allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos
que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos
como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo.
Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de
la misericordia brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo.
Ese es el motivo para alegrarse, como nos dijo la Carta de Pedro,
‘alegraos de ello, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas
diversas’ (1 P 1,6).
En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se da
a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás,
pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda
atrás.
Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la
pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó
atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo
indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va
mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí.
Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las
personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al
que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay
diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles,
iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es
tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina
de raíz la salud de toda la humanidad.
Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el
libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y
vivía con misericordia: ‘Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo
en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos,
según la necesidad de cada uno’ (Hch 2,44-45). No es ideología, es
cristianismo.
En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se
había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo
contrario: una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría
se quedó atrás. Y cada uno podría decir: ‘Son problemas complejos, no
me toca a mí ocuparme de los necesitados, son otros los que tienen que
hacerse cargo’.
Santa Faustina, después de haberse encontrado con Jesús, escribió:
‘En un alma que sufre debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y
una carga… [Señor], nos ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las
obras de misericordia y nosotros nos ejercitamos en los juicios’
(Diario, 6 septiembre 1937).
Pero un día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser
misericordiosos implica pasar por ingenuos. Le dijo: ‘Señor, a menudo
abusan de mi bondad’, y Jesús le respondió: ‘No importa, hija mía, no te
fijes en eso, tú sé siempre misericordiosa con todos’ (24 diciembre
1937).
Con todos, no pensemos sólo en nuestros intereses, en intereses
particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para
preparar el mañana de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie
tendrá futuro.
Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del
discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la
misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que
es más débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.
ReligiónenLibertad