Cuadragésimo segundo día de confinamiento. Esta mañana salí a comprar
el pan y me encontré en la calle a los primeros niños disfrutando de la
libertad de poder salir con la bicicleta o el monopatín. Mirando las
sonrisas de los pequeños y de sus padres no supe quién estaba
disfrutando más del tímido sol que se asomaba por entre las nubes.
Aprecié la felicidad ajena, tal vez porque yo también estaba feliz.
Acababa de celebrar la eucaristía a través del ordenador con mi
comunidad parroquial. En el trayecto hasta la panadería rememoré la
lectura de hoy. Los discípulos de Emaús es uno de mis pasajes favoritos.
Su lectura siempre nos ofrece nuevas perspectivas.
La escena es muy evocadora. Dos discípulos se han puesto en camino.
Como Abraham, como Moisés, como todo buscador de Dios. Pero estos
seguidores de Jesús van en dirección contraria, desnortados y
completamente derrotados, deprimidos diríamos hoy. Han dimitido de su
seguimiento. Creen que la muerte del Maestro ha tenido la última
palabra. Me los imagino andando cabizbajos, tal vez llorando. En sus
mentes recordarían los buenos tiempos, las risas en el seno del grupo de
los más próximos, el ambiente de fraternidad, la estupefacción ante las
palabras llenas de sabiduría, el asombro ante los signos prodigiosos y
los milagros, la euforia ante el éxito y el aumento de los seguidores.
También la ambición por los cargos políticos que algunos esperaban
porque no habían entendido que el Mesías no era un rey todo poderoso
sino, paradógicamente, el Siervo Sufriente.
Todos los sueños y las esperanzas se habían desmoronado como un
castillo de naipes ante una corriente de aire. Me imagino a los dos de
Emaús arrastrando los pies, sin ganas de nada, sumidos en el dolor y la
frustración. Pensando una y otra vez en lo que pudo haber sido y en el
drama horripilante de la cruz.
Y en esto un desconocido se les acerca y les pregunta qué les pasa.
Jesús sigue siendo aquí el pedagogo que les explica el sentido de las
Escrituras. Porque sólo en el seno de la Iglesia entendemos el
significado de la Palabra. Pero aun así siguen ciegos y sordos. Solo
aciertan a cumplir con las leyes de la hospitalidad y lo invitan a
quedarse con ellos. Creo que en el fondo sentían que aquel desconocido
podía curarlos de la oscuridad en la que estaban sumidos.
Y se produce la Revelación. Jesús parte y bendice el pan, como hacía
en cada comida con sus seguidores. En ese momento dice Lucas que “se les
abrieron los ojos”. Nos reiríamos a carcajadas si pudiésemos ver sus
caras. Descubren al Resucitado en la fracción del pan, en el seno de la
comunidad. Del mismo modo, nosotros tampoco descubrimos a Cristo más que
en el seno de una comunidad. Por eso San Agustín sentenció que un
cristiano solo no es un cristiano. No tenemos hilo directo con el Padre
al margen de los hermanos. Feliz domingo.
Antonio Gutiérrez
Foto: Miguel Castaño