Manuel Jiménez Rueda
es uno de los más de 12.000 españoles que han fallecido en las últimas
semanas por el coronavirus. Entre ellos, y como este vecino de Getafe,
había muchos católicos comprometidos y entregados que se contagiaron y
murieron. Pero detrás de cada una de estas miles de personas hay una
historia.
La de Manuel se sitúa en Getafe, y concretamente en la catedral de
Getafe, donde colaboraba desde hacía años y cuyos versos ofrecía a todos
lo que le conocían. Con su enfermedad, hospitalización y posterior muerte ha conseguido poner a rezar a muchas personas y también a las enfermeras del hospital, a las que cautivó.
Un sacerdote, del que la familia no conoce su nombre, le dio la extremaunción, y así Manuel partió sereno de esta vida. En un emotivo reportaje de Elena Berberana en Libertad Digital cuenta la historia de Manuel, una "leyenda" en Getafe y en el hospital donde su vida en este mundo finalizó:
Jiménez, el poeta de la Catedral de Getafe que rezó sin miedo
Ingresó el domingo 22 a las diez de la mañana y murió ese mismo domingo a las ocho y diez la tarde, y a sus 81 años. A Manuel Jiménez Rueda
se lo llevó el virus con una fugacidad pasmosa. Pero a este noble poeta
le dio tiempo a hacer lo que quería hacer en sus últimas horas de vida.
Desde un principio no quiso creer que lo que comenzó como un resfriado iba a llevárselo al cielo. Él que tanto ayudó y rezó por las vidas de otros.
Desde que su único amor Puri falleciera, Manuel Jiménez se volcó en
nuevos versos, escribió poemas que ahora permanecen sin que nadie los
toque en una casa a la que todavía no pueden entrar sus hijos. Así es el
Covid-19, así es.
Era un señor de los pies a la cabeza, popular al sur de Madrid, un caballero altruista que dedicó sus últimos años a volcarse por entero colaborando en la Catedral de Getafe.
Siete días antes de que le entrara la condenada fiebre, Manuel Jiménez
andaba enfrascado escribiendo libros para bodas y bautizos.
Era de Arjonilla, jienense de alma fuerte y sensible, como los de su
tiempo. Creía en Dios, en el Atlético de Madrid, en el flamenco y los
toros. Pero, ante todo, la educación era lo más importante para él. "En su vida nunca gritó, era muy querido, era muy gracioso. Nunca tuvo una mala palabra.
Al entrenador del Atleti le decía 'así no son las cosas caballero', era
muy educado, un caballero con mucha fe. Es un mundo entero el que
podría contar sobre él…" nos cuenta su hija Isabel con nostalgia.
Y como un señor aterrizó en Madrid en busca de el Dorado, hacia una
vida mejor, la que añoraban los nacidos en la posguerra dispuestos a
arremangarse y trabajar sin lamentos, eso no iba con ellos. Lo
consiguió. Trabajó en Standard Eléctrica (SESA), una empresa de origen
americano que llegó a la España de los años 20. La compañía se dedicaba a
la fabricación y montaje de equipos de aparatos telefónicos a partir de
la sociedad anónima Teléfonos Bell. SESA creó su propio laboratorio
de investigación siendo pionero en España en el tráfico de redes, y en
sus oficinas trabajó nuestro protagonista.
Manuel Jiménez vivió el Madrid que había recorrido años antes Ava
Gadner o Hemingway. El de Lola Flores, y el Cordobés padre. Su hija lo
describe como alguien muy especial y carismático. Bailó con su esposa
Puri hasta que ella murió. "Se apuntaba a todo en Getafe", comenta con orgullo su hija.
Dos días antes de su final, empezó la tos seca. Un poco de fiebre, sí, tenía, estaba solo en su casa. "Dejad de atosigarme a llamadas hijos, estoy bien", decía. Llamó al médico al día siguiente. Manuel ya empezó a ahogarse el sábado por la noche.
En vilo
Frente al nerviosismo, la desesperación y la incertidumbre de la
familia que no sabía qué hacer, nuestro poeta mantenía la calma. "Se
puso muy malo, no sabíamos si tenía el coronavirus, si lo llevábamos al
hospital ¿iba a ser peor? ¿Se podría contagiar? ¿Era lo correcto? ¿Sería
solo un resfriado? Fue desesperante por las dudas. Todos los hermanos lo pasamos fatal", narra Isabel, que recuerda con angustia y dolor estos días atrás.
El hijo de Manuel y su yerno, el marido de Isabel, corrieron al coche por si acaso no llegaba la ambulancia para llevarlo hasta el Hospital de Getafe, estaban aterrados. Pero la ambulancia llegó.
Manuel cogió su pequeña radio y su móvil. Es lo único que se llevó al
hospital de Getafe junto con sus poemas "que los guardaba en su
cabeza", describe su hija. A las diez de la mañana de un domingo en la
habitación del hospital, Manuel llamó a su hija:
Isabel: "¿Cómo estás?"
Manuel Jiménez: "Estoy bien, dónde va a parar con el oxígeno, nada que ver... menuda diferencia. Estoy tranquilo. Diles que se vayan (refiriéndose a su hijo y yerno que estaban en la sala de espera abajo), no pueden estar aquí."
La última llamada
La mejoría fue momentánea porque, al rato, sonó el teléfono de uno de sus hijos. Era Manuel llamando: "Estoy grave, tengo el coronavirus pero estoy tranquilo".
Al minuto un médico les dio la mala noticia también por teléfono. "A su padre le quedan horas de vida. El oxígeno ya no le funciona. Lo siento"
Ansiedad, lágrimas, lamentos, ruegos, esperanza y rezos. La
impotencia devoraba a sus diez nietos y a sus cuatro hijos que no podían
estar con él. "Fueron momentos de estrés, de nervios, intenté calmar a la familia, es imposible describir cómo vives esos momentos". Su abuelo se les iba, estaba solo, y no podían hacer nada.
Cuentan en el hospital
Pero Manuel Jiménez Rueda no se asustó, no se amilanó y no estuvo solo.
O eso dicen. Aquí empieza la leyenda, esto es lo que han podido saber
esos familiares sobre aquellas eternas horas de angustia por el viaje
sin retorno del abuelo poeta y bienhechor.
En esas horas a Manuel lo único que le importaba era tener treinta minutos para arreglar sus cosas con Dios. Las enfermeras se colocaron alrededor de su cama y rezaron con él. Estuvo arropado por sanitarias que no querían separarse de su lado.
Resulta que a Manuel le había dado últimamente por aprender cómo iba
eso del Whatsapp y Facebook. Así que sacó fuerzas y envió el que sería
el último mensaje a una amiga religiosa: "Me voy tranquilo, que sea lo que tenga que ser, me voy feliz y sereno",
escribió. Al igual que las enfermeras, monjas y todo el que se enteró
en Getafe se arrodilló para rezar por el bueno de Manuel, aquel que
tanto les había ayudado, se iba para siempre.
Un cura vestido de astronauta
Como hombre de fe que era llamó a un sacerdote que se presentó en la habitación de Manuel. Según hemos podido saber en Libertad Digital, hay capellanes por los hospitales vestidos de astronautas. El cura envuelto en plásticos conoció al poeta. Manuel se confesó. Las enfermeras recuerdan que se puso en paz con Dios. Eran las ocho y diez de la tarde. Manuel Jiménez Rueda partía para siempre con una entereza y valor legendarios.
Sus hijos aún no saben quién fue ese sacerdote, son los anónimos de
la tragedia que están ahí porque es su deber. Nada más. Sin glorias. "Le
agradecemos a las enfermeras y a ese sacerdote que dicen que estuvo que
rezaran por él. Mi padre no ha tenido misa, ni entierro, pero le rezó Getafe entero. Eso lo sabemos. Ahora tenemos que esperar al 20 de abril a que nos den las cenizas", expresa Isabel con cierta amargura.
Los poemas de Manuel siguen allí en su casa, traspapelados, encima de
su mesa, a la espera de que sus nietos puedan entrar si el virus lo
permite y recopilen un libro con sus versos en su memoria. Valga por
ahora este pequeño trozo de homenaje a una figura excepcional que se
llevó el Covid-19.
Manuel Jiménez Rueda no será un número, no será una cifra, ni él ni el resto.
Agradecimientos a su familia por compartir su historia con el mundo,
una más entre las miles de vidas que se están perdiendo por un virus que
corre como la pólvora entre los nuestros.
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