
Dostoyevsky escribió que si Dios no existe, todo es lícito. Por lo tanto, si Dios no existe, el aborto, como la eutanasia y cualquier otra forma de corrupción son razonables.
"Padre, estoy muy enfermo, los médicos me han dicho que mi situación es
irreversible. No tengo a nadie, soy ateo, quiero la eutanasia porque
estoy harto de sufrir". He escuchado, desconsolado, estas palabras en
silencio, pero dentro de mí sentía que si la situación de esa persona no
cambiaba, estaría de acuerdo con su decisión. Si Dios no existe, ¿por
qué nacer, vivir, sufrir y morir? Estamos hartos de tantos sacerdotes y
teólogos que hablan y escriben libros sobre el dolor, y malgastan su
aliento en defensa de la vida y contra la eutanasia, pero no anuncian a Cristo, el único que da sentido a la vida y que nos da la gracia de vivir plenamente, ya estemos sanos o enfermos. Cuando uno enferma se da cuenta de que la vida, sin Dios, sin Jesús, es absurda.
La respuesta a todas las perversiones que caracterizan nuestro tiempo
no es, primero de todo, la denuncia, sino el anuncio de Jesús. Si yo
soy lo que soy, es sólo gracias al encuentro con Jesús, que se hizo
visible en el abrazo humano de don Luigi Giussani. Sin ese abrazo
me pregunto cuánto me interesaría el dilema aborto sí/aborto no,
eutanasia sí/eutanasia no. O mejor, en este último casi habría pensado:
eutanasia sí. He acompañado a morir con serenidad a más de dos mil personas,
y a morir realmente con dignidad, pero he podido hacerlo sólo porque
Jesús me aferró y vivo mi enfermedad -es duro decirlo- como una
modalidad del amor de Jesús y de mi amor a Jesús.
San Gregorio Nacianceno preguntaba: ¿qué diferencia hay entre
un animal y yo? Ninguna: nacemos como los animales, crecemos como ellos,
comemos como ellos, sufrimos más que ellos y al final morimos como
ellos. "Si no fuera tuyo, oh Cristo, sería una criatura finita". Por
esto, en un mundo descristianizado, sin Jesús, sin Dios, es inútil la defensa de los valores que derivan del encuentro con Cristo. En este contexto, es un sufrimiento ver a pastores preocupados por problemáticas que no tienen nada que ver con su misión. No existe ética sin ontología, no existen valores sin Cristo y hoy, la Iglesia, decía don Giussani, "se avergüenza de Cristo".
Nosotros, los misioneros que vivimos en Paraguay desde hace muchos
años, recordamos las homilías de los obispos durante el novenario en
honor de la Virgen de Caacupé, patrona de la nación guaraní; homilías
cuyo contenido dominante era la denuncia de la corrupción de los
políticos de turno, definidos "hombres basura", olvidándose de que Jesús
se hizo carne por ellos, o mejor, por todos nosotros, corrompidos por
la naturaleza al ser hijos de Adán y Eva. Y esto vale también para los
obispos. No es casualidad si la Iglesia se define "casta meretrix". El
hombre necesita realmente el encuentro con Jesús, pero para ello es
necesario anunciarlo y los obispos son los primeros que han sido
llamados a esta tarea. A un hijo no lo educas con el bastón, sino con el amor, mostrándole un horizonte mejor, como siempre recuerda el Papa Francisco hablando de la misericordia. En caso contrario, dice el apóstol, "¿quién nos salvará de este cuerpo de muerte?".
Esta timidez en el anuncio de Jesús nos recuerda lo que decía San Pablo VI, el papa de la gran encíclica Humanae Vitae,
sobre el "humo de Satanás" y el "pensamiento no cristiano", que puede
incluso dominar en la Iglesia, pero que "nunca será el pensamiento de la
Iglesia".
Que estamos corrompidos, es algo que ya sabíamos
"Agere sequitur esse" ["El obrar sigue al ser"], nos
enseñaban cuando estudiábamos filosofía. Si no tenemos clara esta
posición, nuestra batalla contra el aborto, el divorcio, la ideología de
género y la eutanasia es como la batalla de Don Quijote contra los
molinos de viento. Si Dios no existe, todo es lícito, nos divertimos
hasta que la salud nos lo permita y, después, bienvenida eutanasia, que
abre las puertas a la oscuridad de la nada. Si Dios no existe, tiene
razón Sartre: el hombre es "una pasión inútil". O es "un ser para la muerte" (Heidegger).
¿Quién nos salvará de este abismo? Sólo el encuentro con el
acontecimiento de Cristo que se ha hecho carne ofreciéndose a cada uno
como "Camino, Verdad y Vida".
Hoy como nunca antes, el mundo necesita pastores y laicos totalmente comprometidos con el anuncio apasionado de Cristo.
No necesitamos pastores que nos digan, casi exclusivamente, que estamos
corrompidos: lo sabemos puesto que somos hijos del pecado original.
Necesitamos pastores y laicos que testimonien la belleza de Jesús y de una vida llena de Jesús.
La Fundación San Rafael, en la que brilla la perla de su clínica, y en la que acompañamos a los enfermos terminales pobres a morir convencidos del Paraíso,
no tiene su origen en una denuncia, sino en el apasionado anuncio de
Jesús. Lo mismo podemos decir de las otras obras: el Instituto
Politécnico, la Escuela Pa'i Alberto, la Casa Chiquitunga, el
Policonsultorio y las Casas para ancianos son la única y verdadera
respuesta ante la cultura de la muerte, pero estas obras no nacen ni se mantienen en pie sin personas enamoradas de Jesús.
El hombre necesita ver que existe un modo humano de morir y, antes,
de sufrir, y este modo es el gran amor de quien está cerca de ellos,
cogiéndoles y acariciándoles la mano. No se trata de asistir a quien sufre, sino de ser una sola cosa con el enfermo, como Jesús,
que se hizo uno de nosotros, mostrándonos que no sólo vale la pena
vivir, sino que no hay corrupción que le impida abrazar al hombre que
huele mal.
Traducido por Elena Faccia Serrano.
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