El pasado mes de mayo una conocida revista de información eclesial
titulaba una información de un modo directo, expresivo y, quizás para
algunos, poco correcto: “tirón de orejas del Papa a los obispos
italianos por las nulidades”. En efecto, el Santo Padre, lamentaba que
el espíritu y la letra de los dos motu proprio que modificaron
la norma procesal aplicable a las causas de nulidad matrimonial no se
estuvieran empleando completamente en algunas diócesis italianas; máxime
si se tiene en cuenta que ambos textos legales se promulgaron “pensando
en las familias heridas” buscando, por ello, “la proximidad y la
gratuidad”.
Quizás muchos de ustedes se preguntarán la razón de este preámbulo,
con nota informativa, en un texto que desea honrar, con ocasión de su
fallecimiento, a un hombre: D. Manuel Calvo Tojo que jamás buscó para sí
reconocimiento alguno, y que gastó y desgastó su vida en el servicio a
la Iglesia allí donde la Iglesia le colocó: en los Seminarios Menor y
Mayor, en el Instituto Teológico Compostelano, en la Catedral de
Santiago… pero fundamental y principalmente en el Tribunal Eclesiástico
de nuestra diócesis; en dónde trabajó y sufrió como si a él dañaran
directamente los –digamos- límites de las normas procesales a las que
hubo de someterse, como juez, a lo largo de su dilatado ministerio.
Jamás entendería actitudes como las referidas en la noticia con la que
abríamos este texto.
Ciertamente, no es este el lugar ni la oportunidad para enumerar, ni
mínimamente, los méritos de D. Manuel como gran canonista, que lo fue,
tal y como lo acreditan sus publicaciones, ya de carácter académico -que
pueden encontrarse en textos especializados del más alto nivel- como la
multitud de sentencias en las que fue ponente (coram –ante- Calvo
Tojo), algunas accesibles pues fueron igualmente publicadas. Sus
trabajos se caracterizaron por el rigor, la solvencia y, sobre todo, la
originalidad bien fundamentada y crítica; en las resoluciones judiciales
su análisis de la prueba resultaba tan claro como agudo, incisivo, pero
siempre cuidadoso para no herir ni añadir aflicción al aflicto.
Este modesto homenaje se dirige al hombre que ejerció su ministerio
sacerdotal consciente que su dedicación al Tribunal Eclesiástico le
demandaba una entrega total y el empeño de su talento, de lúcida y
perspicaz inteligencia, con una férrea y pertinaz voluntad en la procura
del conocimiento técnico-jurídico canónico –sustantivo y procesal- y la
ofrenda de su vida en la realización de su vocación pastoral como juez.
En efecto, D. Manuel siempre entendió que los operadores de los
Tribunales en la Iglesia tenían y tienen ante ellos una labor sanadora,
pastoral. Han de procurar, una vez descalzos ante el suelo sagrado de la
humanidad más radicalmente encarnada, acercarse a la mujer y al varón
heridos en lo más íntimo y profundo de su intimidad, de su conciencia,
de su afectividad… Por ello jamás pudo entender ni aceptar el ejercicio
de la potestad jurisdiccional en la Iglesia rodeada de togas, puñetas,
pelucas o cualquier otro estorbo; al contrario, siempre remangado
–liberado- para poder asistir, escuchar, consolar y procurar el alivio
de las conciencias. Su gesto, que podía parecer rudo en una primera
impresión, se transformaba radicalmente ante la persona que a él acudía a
referir su cuita y abrir su corazón ¡Cómo le irritaba la suficiencia
del leguleyo! La insensibilidad de quienes debían haber comprendido que
la persona no puede ser aplastada por la institución; que el único
matrimonio que existe es el que realizan los contrayentes –hábiles,
capaces y libremente- formando la comunidad de vida y amor única que
constituye este vínculo también único; que los procesos judiciales no
pueden convertirse en marañas que atrapan, desesperan y –por último- ni
siquiera ofrecen resoluciones justas por cuanto el formalismo prima
sobre la equidad. La sola dilación de los procesos supone aflicción para
el justiciable, “en el proceso el tiempo no es oro; es mucho más: es
justicia” (E. Couture. Citado en el libro al que aludo más abajo).
- Manuel, cuando recibía a un fiel que demandaba su ministerio percibía al ser humano herido en lo más íntimo de su existencia, de su historia… No podía aceptar que fuese orillado e ignorado por aquella que ha sido constituida como sacramento de Cristo pobre, manso, humilde y servidor de la humanidad cuyos pies lava, cuyas heridas toca, para quien el último es primero al que el pastor coloca –tiernamente- sobre sus hombros. Estamos ante un hombre de fina sensibilidad espiritual sin afectación ni mojigatería, encarnada en la vida y el quehacer diario en el que Dios está presente y es alabado no sólo en la liturgia o el tiempo de oración.
Durante sus más de cuarenta años de dedicación al Tribunal derrochó
horas del día y de la noche, apenas si dormía pues decía que el silencio
nocturno le permitía una mejor concentración; en cotidianas vigilias de
estudio, lectura de sumarios, redacción de sentencias y decretos,
elaboración de trabajos académicos… envuelto por el velo que originaba
el puro permanentemente encendido que impregnaba los libros, los autos y
demás legajos de un olor característico. Hasta el año 1981 urgido por
las causas de separación que le sumieron, casi en solitario, en una
tarea titánica, dado su número y la razón que fundamentaba la petición y
exigía la pronta respuesta del juez: en la mayoría de los casos la
violencia sufrida por la mujer era la causa alegada y lamentablemente
real. No debe sorprender que quien conocía una realidad tan
dramáticamente dura entendiera mejor que la mayoría de los eclesiásticos
la reforma normativa introducida en nuestro país por la Ley del
divorcio.
No puedo ocultar que D. Manuel vivió, con la pasión y desazón que ese
su modo de ser le provocaba, la oportunidad perdida tras el discurso
pronunciado en el año 1998 por S. Juan Pablo II ante la Rota Romana, en
el que anunciaba una próxima Instrucción acerca del desarrollo de los
procesos matrimoniales. Tal fue su entusiasmo que con toda celeridad
preparó un libro que tituló: “Reforma del proceso matrimonial anunciada
por el Papa”. Trabajo audaz y atrevido con el que deseaba remover
conciencias e inercias que esclerotizaban cualquier intento de reforma.
Permítaseme una cita del aludido volumen: “el proceso –y los distintos
procedimientos- no constituyen un fin en sí mismo. Es un instrumento más
al servicio de la salvación de Dios. Toda expresión procesal que
estuviere obstaculizando la pastoral de la Iglesia debe ser modificada
aunque esa renovación signifique una ruptura con inveteradas tradiciones
históricas, válidas quizás en su tiempo y circunstancias pero
ineficaces o perjudiciales en la actualidad”.
Lamentablemente la Instrucción emanada el año 2005 (Dignitas connubii),
apenas dos meses antes del fallecimiento de S. Juan Pablo II, en
absoluto pudo satisfacerle. Por otra parte, los talantes “nuevos” que
dominaban, ya antes de la promulgación de la Instrucción, determinados
organismos y tribunales tampoco eran propicios… y presagiaban el
contenido de aquella. De hecho, D. Manuel, una vez asume el oficio de
Deán de la Catedral prácticamente se aleja del trabajo en el Tribunal
–cierto que el nuevo encargo demandaba tiempo y dedicación- pero
realmente sentía un comprensible hastío ante la situación a la que
aludimos.
Enterados de la promulgación del Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus,
que suponía un cambio verdaderamente profundo del proceso de
declaración de nulidad del matrimonio, con algunas soluciones que había
defendido con firmeza (por citar una: la eliminación de la doble
sentencia conforme); muy limitado ya D. Manuel por la enfermedad, me
dirigí a él para comunicarle la noticia y el alcance de las nuevas
normas procesales. Confieso que esperaba una reacción franca y
espontanea de alegría, pero no fue así. Me miró fijando bien los ojos,
el rostro serio, y me dijo: “¡Es tarde! ¡Demasiado tarde! Los fieles no
se merecen esto, siempre llegando tarde”. Ante mi sorpresa, casi
estupor, pienso que quiso estimularme con unas palabras que recuerdo
así: “aprovechad esta oportunidad en favor de los fieles: ¡ánimo!”. Para
concluir con una cita que repetía incansablemente: “Salus animarum
suprema lex”.
Salvación de la que confiamos goza quien quiso servir en la Iglesia
al estilo del Señor Jesús, que vino a curar y no a juzgar; que en la
plenitud de la eternidad, CORAM DEO, escuche las palabras de
misericordia: “venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado
para vosotros” (Mt 25, 34).
Daniel C. Lorenzo Santos.
Vicario Judicial
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