Santa Rita nació en 1381 junto a Casia, su segunda patria, en la
hermosa Umbría, tierra de Santos: Benito, Escolástica, Francisco, Clara,
Angela, Gabriel… Santa Rita pertenece a esa insigne pléyade de mujeres que pasaron por todos los estados: casadas, viudas y religiosas.
Por otra parte, pocos santos han gozado de tanta devoción como Santa
Rita, Abogada de los imposibles. Su pasión favorita era meditar la
Pasión de Jesús.
Los antiguos biógrafos esmaltan su infancia de prodigios sin cuento.
Lo cierto es que fue una niña precoz, inclinada a las cosas de Dios, que
sabía leer en las criaturas los mensajes del Creador. Su alma era una
cuerda tensa que se deshacía en armonías dedicadas exclusivamente a
Jesús.
Sentía desde niña una fuerte inclinación a la vida religiosa. Pero la
Providencia divina dispuso que pasara por todos los estados, para
santificarlos y extender la luz de su ejemplo y el aroma de su virtud. Fue un modelo extraordinario de esposa, de madre, de viuda y de monja.
Por conveniencias familiares se casa con Pablo Fernando, de su aldea
natal. Fue un verdadero martirio, pues Pablo era caprichoso y violento.
Rita acepta su papel: callar, sufrir, rezar. Su bondad y paciencia logra
la conversión de su esposo. Nacen dos gemelos que les llenan de
alegría. A la paz sigue la tragedia. Su esposo cae asesinado, como
secuela de su antigua vida. Rita perdona y eso mismo inculca a sus
hijos. Y sucede ahora una escena incomprensible desde un punto de vista
natural. Al ver que no puede conseguir que abandonen la idea de
venganza, pide al Señor se los lleve, por evitar un nuevo crimen, y el
Señor atiende su súplica.
Vienen ahora años difíciles. Su soledad, sus
lágrimas, sus oraciones. Intenta ahora cumplir el deseo de su infancia;
ser religiosa. Tres veces desea entrar en las Agustinas de Casia, y las
tres veces es rechazada.
Por fin, con un prodigio que parece arrancado de las Florecillas, se le aparecen San Juan Bautista, San Agustín y San Nicolás de Tolentino y
en volandas es introducida en el monasterio. Es admitida, hace la
profesión ese mismo año de 1417, y allí pasa 40 años, sólo para Dios.
Recorrió con ahínco el camino de la perfección, las tres vías
de la vida espiritual, purgativa, iluminativa y unitiva. Ascetismo
exigente, humildad, pobreza, caridad, ayunos, cilicio, vigilias. Las
religiosas refieren una hermosa Florecilla. La Priora le manda regar un
sarmiento seco. Rita cumple la orden rigurosamente durante varios meses
y el sarmiento reverdece. Y cuentan los testigos que aún vive la parra
milagrosa.
Jesús no ahorra a las almas escogidas la prueba del amor por el dolor. Rita,
como Francisco de Asís, se ve sellada con uno de los estigmas de la
Pasión: una espina muy dolorosa en la frente. Hay solicitaciones del
demonio y de la carne, que ella calmaba aplicando una candela encendida
en la mano o en el pie. Pruebas purificadoras, miradas desconfiadas,
sonrisas burlonas. Rita mira al Crucifijo y en aquella escuela aprende
su lección.
La hora de su muerte nos la relatan también llena de deliciosos prodigios. En
el jardín del convento nacen una rosa y dos higos en pleno invierno
para satisfacer sus antojos de enferma. Al morir, la celda se ilumina y
las campanas tañen solas a gloria. Su cuerpo sigue incorrupto.
Cuando Rita murió, la llaga de su frente resplandecía en su rostro
como una estrella en un rosal. Era el año 1457. Así premiaba Jesús con
dulces consuelos el calvario de su apasionada amante. Leon XIII la
canonizó el 1900.
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