San José Benito de Cottolengo
Después de ver morir a una embarazada extranjera en sus brazos, empezó su preciosa revolución por los necesitados
Como los santos Juan Bosco, Luis Orione y Leonardo Murialdo, san José Benito Cottolengo nació en el Piamonte, una región marcada por los avatares trágicos de la Revolución Francesa. En el siglo XIX, este hombre llevó a cabo allí una heroica labor por los desamparados y necesitados.
Después de ver morir a una embarazada extranjera en sus brazos, empezó su preciosa revolución por los necesitados
Como los santos Juan Bosco, Luis Orione y Leonardo Murialdo, san José Benito Cottolengo nació en el Piamonte, una región marcada por los avatares trágicos de la Revolución Francesa. En el siglo XIX, este hombre llevó a cabo allí una heroica labor por los desamparados y necesitados.
El 3 de mayo de 1786 vino al mundo en la pequeña población de Bra,
provincia de Cuneo, José Benito Cottolengo, el primero de los doce hijos
de un comerciante de lanas y de una devota y piadosa dama piamontesa de
quien aprendió los principios de la fe cristiana.
La infancia y adolescencia del muchacho estuvieron marcadas por los avatares trágicos de la Revolución Francesa,
que estremeció al Piamonte casi tanto como a la misma Francia, y por la
posterior invasión napoleónica que sujetó toda Europa a su dominio.
Encontrándose su tierra sometida al imperio francés, José Benito
debió cursar sus estudios sacerdotales en la clandestinidad y como no le
resultaron fáciles se encomendó a santo Tomás de Aquino. ¡Su
intercesión ante Dios fue tan eficaz que aprobó con éxito todos los
exámenes!
El 8 de junio de 1811 fue ordenado sacerdote en la capilla del seminario de Turín y al poco tiempo se lo designó vicepárroco de Corneliano d’Alba.
Doctorado en Teología en 1816, fue convocado a integrar la
Congregación de los Canónicos de la iglesia de Corpus Domini en Torino
(Turín), pero rápidamente comenzó a sentir una profunda insatisfacción por lo que suponía era una suerte de inacción de su parte.
En esas circunstancias comenzó a profundizar y meditar sobre
las grandezas de la vida y las enseñanzas de san Vicente de Paul,
actitud que, según sus biógrafos lo condujo a una madurez espiritual sin
precedentes.
Fue entonces que ocurrió un hecho que habría de marcarlo para toda la vida.
El 2 de septiembre de 1827, una humilde mujer de origen francés que
viajaba desde Milán a Lyon con su esposo y sus tres hijos, llamó a las
puertas de su parroquia en busca de auxilio.
La mujer, gravemente enferma, se hallaba en el sexto mes de embarazo y necesitaba urgente atención. Benito
al verla en ese estado la condujo en su carruaje hasta el cercano
hospital de tuberculosos con la intención de que la atendiesen lo más
rápidamente posible pero, grande fue su sorpresa cuando sus autoridades
le manifestaron que no estaban en condiciones de hacerlo por tratarse de
una extranjera que no reunía los requisitos legales para ser internada.
Además, dada su extrema pobreza, no podía costearse ningún
tratamiento. De inmediato, partió Benito rumbo a otro nosocomio, el
Hospicio de Maternidad, donde obtuvo los mismos resultados.
Afligido, hizo nuevos intentos en otras instituciones sanitarias pero
todo fue en vano: la pobre mujer expiró en sus brazos tras una larga
agonía y mucho sufrimiento.
Grande fue su desconsuelo, tremendo su dolor; dolor que se tornó
insoportable al ver los rostros desolados del marido y los tres niños,
ahora huérfanos.
“Esto no puede volver a ocurrir. Debo hacer algo para que la gente
desamparada tenga un sitio al que acudir”, pensó Benito, atormentado
por el recuerdo de la mujer muerta en sus brazos.
El 17 de enero de 1828 José Benito Cottolengo alquiló a un particular
una sencilla habitación frente a la iglesia parroquial y en ella
instaló cuatro camas, abriendo de esa manera un pequeño hospital llamado la «Valle Rossa».
Lo asistían el médico Lorenzo Granetti y el farmacéutico Pablo
Anglesio, bajo la atentadirección de doña Mariana Nasi Pullini, rica
viuda de la región que efectuó los primeros aportes a la naciente obra,
llamada en un primer momento Damas de la Caridad.
La institución fue creciendo y al cabo de tres años contaba con 210 internados y 170 asistentes.
Necesitado de más colaboración, el P. Benito fundó una
congregación dedicada exclusivamente a prestar asistencia al nosocomio
recientemente fundado y designó superiora a Mariana Nasi.
En 1831 estalló una epidemia de cólera que azotó ferozmente a Turín. Las autoridades, temerosas de que el hospital se convirtiese en un centro de propagación del temible flagelo, ordenaron clausurarlo y dejaron una vez más a los pobres enfermos totalmente desamparados.
En 1831 estalló una epidemia de cólera que azotó ferozmente a Turín. Las autoridades, temerosas de que el hospital se convirtiese en un centro de propagación del temible flagelo, ordenaron clausurarlo y dejaron una vez más a los pobres enfermos totalmente desamparados.
Lejos de amilanarse, Cottolengo se encaminó al barrio de Valdocco, por entonces en las afueras de la ciudad, y allí fundó la Pequeña Casa de la Divina Providencia, que, andando el tiempo, habría de convertirse en un magnífico hospital con capacidad para 10.000 pacientes.
Y sobre sus puertas mandó esculpir las palabras de San Pablo: “La caridad de Cristo nos anima”.
Su fuerza de espíritu y la ayuda de almas caritativas le permitieron
inaugurar nuevos pabellones que engrandecieron considerablemente el
establecimiento.
Así vieron la luz la Casa de la Esperanza, la Casa de la Fe, la Casa
de Nuestra Señora y el Arca de Noé, donde fueron internados pacientes
de extrema pobreza.
El pabellón denominado Amigos Queridos fue destinado a los enfermos
mentales, siguiéndole el de los huérfanos, los inválidos, los
desamparados y los sordomudos.
Tal fue la grandeza y amplitud de la obra que un escritor francés de
visita en Turín en aquellos días manifestó asombrado: “Esto es la universidad de la caridad cristiana”.
Hechos prodigiosos
El Padre Cottolengo jamás llevó cuentas ni hizo inversiones. Solía gastar todo en su obra sin guardar nada para el día siguiente.
En cierta oportunidad uno de sus asistentes le dijo que no había alimento para los enfermos y que la situación era apremiante.
El padre Benito reunió a la comunidad y preguntó si alguno de los
presentes tenía dinero. Cuando alguien le dio un par de billetes los
alzó a la vista de todos y los arrojó por la ventana. Poco después llegó
desde la ciudad todo lo necesario para los internados.
Otro día, a la misma hora, ocurrió un hecho similar. No había nada
para los pacientes. En vista de ello el santo se retiró con sus
religiosas y algunos enfermos a rezar.
Y enfrascado se hallaba en sus oraciones cuando cerca del medio día
se detuvieron frente al hospicio ¡varios carros del ejército con el
almuerzo que los regimientos no iban a utilizar por encontrarse en
maniobras a mucha distancia!
Rumbo a los altares
Tanto trabajo y tanta vocación minaron la salud de Cottolengo.
Intuyendo que su fin estaba cerca, escribió al conde Castegnetto
manifestándole, entre otras cosas, que temía llegar a la siguiente
Pascua sin ver extendida la mano de Dios sobre la Pequeña Casa.
Hacía alusión a un importante crédito que se debía cubrir y que lo
tenía sumamente angustiado. Y una vez más el Señor respondió a su pedido
ya que a los pocos días el rey Víctor Manuel le envió sorpresivamente
5.000 liras, seguidas de otras 36.000 que le dejaba en herencia el
canónico Valletti. Para la Pascua, ¡el crédito estaba cubierto!
En 1842 la peste de tifus se abatió sobre Turín. San José
Benito enfermó y el 30 de abril falleció, a los 56 años de edad, después
de recibir la Unción de los Enfermos en Chieri, el día anterior.
Esa misma tarde se casaba el rey Víctor Manuel y para no
amargar tan fastuoso acontecimiento, su cuerpo fue trasladado en el más
absoluto silencio a la capilla de la Pequeña Casa donde fue velado sin
pompa y con sencillez.
El 29 de abril de 1917 el papa Benedicto XIV lo declaró beato y el 19 de marzo de 1934 Pío XI lo proclamó santo.
San José Benito Cottolengo conoció y trabó amistad con otro hombre de
Dios, san Juan Bosco, a través del cual un discípulo de este último, el
joven estudiante Luis Orione, supo de sus obras, su grandeza y su
fortaleza espiritual.
Y tanto fue lo que Cottolengo influyó en el futuro seminarista, que
cuando varios años después él mismo inició su camino de santidad,
bautizó a su naciente congregación con el nombre de Pequeña Obra de la
Divina Providencia, en recuerdo de la fundada por el gran apóstol de
Valdocco.
Hoy se denomina a las instituciones que cobijan a huérfanos y
desvalidos con el nombre de “cottolengos”, prueba evidente de la
grandeza de su mentor.
El Piamonte es tierra de grandes santos que hicieron de la piedad y
la ayuda al necesitado, su cruzada y evangelio. San José Benito
Cottolengo fue quizás el precursor de todos ellos.
Oración
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus fieles elegiste a san José
Benito de Cottolengo para que manifestara a sus hermanos el camino que
conduce a ti, concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo,
nuestro maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con
nuestros hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo.
Artículo publicado originalmente por evangeliodeldia.org
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