
El autor de la primera gran traducción de la Biblia, la Vulgata
Su verdadero nombre era Eusebio, que había heredado de su padre. Jerónimo es sólo un sobrenombre, que la posteridad retuvo sin embargo para designar al ilustre sabio.
Nació en Estridón, en los confines de la Dalmacia y de la Panonia,
dentro de una familia cristiana y opulenta. A la edad de l8 años,
todavía catecúmeno, se traslada a Roma, donde es bautizado por el papa
Liberio en persona.
De retorno a Aquilea, disgustos domésticos, esencialmente por la
conducta de su hermana, lo llevan a alejarse del país e irse al Oriente.
No llevaba más que su biblioteca, que enriqueció todavía más en el curso de un largo viaje por Tracia, por Galacia y la Capadocia antes de llegar a Antioquía.
Obligado por la fatiga a descansar varios meses en esta ciudad, aprovechó todavía este descanso para estudiar las Sagradas Escrituras, en particular en la escuela de Apolinar, Obispo de Laodicea (año 372).
Sin embargo, en Antioquía la querella de las hipóstasis y la competencia por la sede patriarcal dividían a la Cristiandad.
Obligando a intervenir, y cuidadoso de hacerlo sin ir a errar,
Jerónimo escribió al papa Dámaso pidiéndole resolviera la doble cuestión
dogmática y disciplinaria.
Luego fue él mismo a Antioquía, y a instancias del obispo Paulino
consistió en recibir el presbiterado sin incardinarse en alguna iglesia
ni comprometerse a ejercer el ministerio sacerdotal, para poder volver
al desierto en cualquier momento (año 377).
De allí pasó a Constantinopla para reunirse con San Gregorio de
Nacianzo y San Gregorio de Nisa. Luego, en compañia de Paulino y de
Epifanio emprendió el camino de Roma (año de 380).
En el concilio de 382 Jerónimo destacó por la extensión de su saber y
la seguridad de su doctrina, a tal punto que el papa Dámaso decidió
tomarlo como secretario.
Es entonces cuando emprende sus trabajos sobre la Sagrada Escritura, cuya abundancia y calidad pasman.
Su reputación de ciencia y de santidad atrajo a toda una élite de la
sociedad romana, en particular damas nobles con las que debía mantener
desde entonces una correspondencia que siempre será un monumento de
explicaciones escriturísticas y de alta espiritualidad: Marcela, Paula,
Fabiola, Lea, etc. . .
Pero, a la muerte del papa Dámasco (año 384), las envidias y los
rencores, hasta entonces contenidos, estallaron contra Jerónimo, cuyas
violentas invectivas contra los abusos y los desórdenes lo habían hecho
antipático.
Asqueado, resolvió alejarse de la Roma “en que no se tiene derecho de
ser santo en paz”. Y con un pequeño grupo de amigos fieles, y entre
ellos su propio hermano Pauliniano, partió para Chipre y Antioquía, con
la intención de llegar a Tierra Santa y quizá de instalarse en ella.
Después de una primera visita a Belén y a Jerusalén, hizo un viaje a
Egipto, para edificarse a la vista de los anacoretas, y hasta Alejandría
para consultar al santo Dídimo, poseedor de preciosas tradiciones de la
doctrina apostólica.
Luego, retornó definitivamente a Belén, donde, gracias a la
esplendidez de Paula, se construyeron dos monasterios cerca de la gruta
de la Natividad.
Uno para Jerónimo y los monjes que muy pronto se le unieron; el otro para Paula misma y sus piadosas compañeras.
Aquí y allá se inició una vida religiosa consagrada a la oración, a
la penitencia, luego al estudio y a la meditación de la Sagrada
Escritura (387).
Perfeccionándose en el estudio del hebreo y el griego, Jerónimo
emprendió y llevó a cabo varias obras: traducciones, exégesis, historia,
de todo lo cual lo más importante es una visión latina del Antiguo
Testamento, hecha directamente sobre el texto original, en la que empleó
l5 años: traducción que pasó a la posteridad y que fue adaptada por la
autoridad eclesiástica bajo el nombre de Vulgara.
Una disputa sobre la doctrina de Orígenes contrapuso a Jerónimo con
su compatriota y amigo más querido, Rufino, y luego con el Patriarca
Juan de Jerusalén, tras del cual Rufino se protegía prudentemente.
Al colocarse entonces al lado de Epifanio de Salamina, que llegó
expresamente para combatir el origenismo, Jerónimo se vio de cierta
manera excomulgado: a él y a sus monjes se le prohibió la entrada a la
Iglesia de Belén y a la gruta de la Natividad.
A fin de asegurar el culto para la comunidad, hizo ordenar sacerdote a
su hermano Pauliniano, pero por las manos de Epifanio, lo que fue
considerado como una invasión en la jurisdicción del obispo del lugar, y
agravó todavía más el conflicto.
Esto no le impidió al sabio proseguir sus trabajos. Pero los escritos
de esta época, en particular las cartas, dejan traslucir con frecuencia
la amargura y la pena.
La reconciliación con Rufino se efectuó sin embargo antes de que éste
saliera de Palestina (año 397), y con Juan de Jerusalén un poco más
tarde.
Los últimos años de san Jerónimo fueron de tristeza por crueles
duelos: discípulos y amigos los más íntimos, santas mujeres que lo
habían sostenido en sus trabajos: Paula, Pammachius, Marcela.
Luego la toma de Roma por Alarico (año 4l0), aparte de la herida que
hizo en su corazón de romano, fue la señal del desorden en todo el
imperio, que lanzó hacia Palestina y los hospicios de los monasterios
legiones de fugitivos que era menester socorrer y consolar.
En fin, la salud del viejo sabio declinaba: no pudiendo ya escribir
personalmente, dictaba, pero no siempre tenía escribanos a satisfacción.
La herejía pelagiana vino a agravar todavía más sus pruebas. Pelagio
mismo, durante una estancia en Jerusalén, había simpatizado con los
monjes de Belén.
Este recuerdo le inspiró primeramente a Jerónimo algunos miramientos
para con el heresiarca; pero muy pronto tuvo que decidirse a denunciar
su “doctrina impía y criminal”.
Los sectarios, furiosos, hicieron irrupción en los monasterios y los
incendiaron después de haber vejado a los monjes y a las monjas. En el
preciso momento Jerónimo escapó de morir (año 4l6).
Después de la muerte de Eustochium (año 4l9), hija de Paula, y que le
había sucedido a la cabeza del monasterio femenino de Belén, san
Jerónimo, de edad de 85 años, rápidamente acabó de agotarse.
Algunas cartas datan todavía de los últimos meses, dirigidas a
obispos y una de ellas al papa Bonifacio, para animarlo en la lucha
contra las herejías y especialemente contra el pelagianismo.
Munió el 30 de septiembre del año 420.
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