Esa es su forma de curar, tocando, acercándose, desde dentro
Hoy
Jesús hace dos milagros. Cura a la hija del jefe de la sinagoga y a una
mujer enferma. Al poderoso y al pobre. Al hombre y a la mujer.
Un hombre ruega públicamente a Jesús y le pide algo que me conmueve: “Se
acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó
a sus pies, rogándole con insistencia: – Mi niña está en las últimas;
ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Jesús se fue con
él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba”.
Le pide a Jesús que se acerque. Y Jesús se pone en camino
inmediatamente, sin dudarlo. La niña es sólo una niña desconocida y
Jesús se pone en camino por ella.
Una mujer enferma rompe las barreras que han construido los hombres: “Había
una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos
médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había
gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto
peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le
tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría.
Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo
estaba curado”.
Se acerca atravesando la multitud. Jesús deja que la gente se
acerque. Que lo invadan. Me gusta ver así a Jesús. Tan cercano. Tan
accesible.
Hoy descubro su corazón que se acerca, que se deja apretujar,
que se deja tocar, que toca. Que escucha a cada uno. Que se detiene
ante cada uno.
La mujer se acerca y se expone al rechazo. Quiere tocar el manto de
Jesús. Cree en su poder. Ha oído hablar de sus milagros. No pide nada.
Se acerca por detrás y lo toca, pensando que con sólo tocar su manto
se curará. No quiere que nadie lo sepa. Vence sus barreras, sus miedos,
sus reparos. Se vuelve osada por necesidad.
Es verdad que la desesperación puede despertar mi valor. Es lo que sucede en esta mujer. Se vuelve valiente porque necesita salvar su vida. Me gusta su osadía.
Hace falta valor para perseguir los sueños, para vencer los temores,
para romper las barreras. Hace falta valor para salir de la rutina y
ponerse en camino. Arriesgar la vida, estar dispuesto a todo. Hace falta
tener poco que perder para ser valiente y jugarse la fama, la propia
vida.
Cuando tengo mucho que conservar me vuelvo miedoso y cobarde. Comenta el padre José Kentenich: “Hoy
el cristianismo tiene otro enemigo: el apego a lo mundano, la tiranía
del materialismo, la masificación… Si quiere obrar milagros hoy, ha de
formar personas y comunidades ancladas en lo sobrenatural, de acendrada
ética, valientes y santas”[1].
Cuando me apego a la vida, al mundo, al poder, al dinero, a la fama, pierdo libertad.
Me doy cuenta de todo lo que puedo perder si me acerco demasiado a
Jesús, si toco su manto y me ven hacerlo. Me expongo a la crítica y a la
condena.
Sólo si la necesidad de mi alma es muy grande o la enfermedad que me oprime muy lacerante, podré hacerlo.
Si no es así no me moveré de mi comodidad, de mi lugar seguro. Permaneceré quieto, protegido, en paz, seguro.
Hoy entrego mis miedos, mis cobardías. Quiero ir al encuentro de
Jesús. Quiero tocar su manto. Necesito que me sane porque estoy enfermo.
Necesito su fuerza para vivir. Por ello estoy dispuesto a perder mi
fama y honor. No importa. Lo quiero a Él.
Jesús siente el poder que sale de sus entrañas y quiere saber quién ha sido: “Jesús,
notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio
de la gente, preguntando: – ¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos
le contestaron: – Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: – ¿quién
me ha tocado? Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La
mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había
pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: Hija, tu fe
te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Jesús se da cuenta, la descubre y se conmueve. Le tocan especialmente su fe y su valor. Lo ha arriesgado todo por tocar su manto. Ahora está curada. Ha sido su fe. No Él mismo que no ha sido consciente.
Esa mujer tenía miedo, estaba escondida, no se siente digna. Su fe la
hace atreverse a tocar a Jesús. Tiembla cuando Jesús pregunta quién lo
ha tocado. Se echa a los pies de Jesús. Él se conmueve.
Ella creía que no era nadie, que no era importante. Y Jesús ensalza
su fe. Su coraje. La mira en su valor. Y se sana su herida externa y su
herida del corazón.
Jesús sacia su sed de amor, su sentimiento de indignidad, de impureza. La alaba en público y queda libre.
Ella se acercó a Jesús, lo buscó entre la gente, y Jesús reconoció su
belleza en medio de la multitud. La llama Hija. ¡Cuánta ternura!
Ha salvado el alma porque se ha sentido amada, elegida, mirada en lo que es. Ha sido levantada. Se puede ir sin juicio, sin condena, sin miedo. Ya no tiembla.
Jesús la ensalza, la admira. Es un tesoro que guardará siempre. Su herida que sangraba se curó. Su herida de amor, se sanó.
Jesús mira mi herida de amor, mi fuente de dolor. Mira aquello por lo que me escondo y avergüenzo. Él me mira más allá de esa herida. De mi pecado. De mi dolor. De mi sangre. De mi miedo. Me ama en mi pecado. Me ama incluso por mi debilidad.
La mujer se acerca a Jesús por su herida. En la época de Jesús la sangre de una mujer era signo de impureza.
Jesús la admira públicamente igual que públicamente es mirada como impura. Calma su miedo. La llena de paz.
Jesús mira mi corazón y lo acaricia. Esa es mi experiencia con Él. Él
mira mi corazón. Tal como es. Calma mi miedo. Me toca. Me mira y me
ensalza. Me regala la paz que tanto deseo. Me llama hijo.
Jesús resucita hoy a la hija del jefe de la sinagoga. Pero antes calma su miedo: “Todavía
estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para
decirle: – Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: –
No temas; basta que tengas fe”.
Cuando llega a sus oídos que su hija ha muerto, Jesús le dice a Jairo
que no tema. Le dice que Él está a su lado y eso basta. Y Jairo cree.
Se acaba de enterar de que su hija ha muerto. No importa. Él confía.
Hace falta mucha fe para creer que Jesús va a resucitar a una hija
muerta. Jairo cree en Jesús. Cree en su poder.
Ya está muerta, ¿para qué seguir molestando al maestro? ¿Tienen razón
los que hablan con Jairo? Ya no puede hacer nada Jesús. Pero él sigue
creyendo. Si Jesús lo dice. Basta con un poco de fe para seguir
confiando. ¡Cuánta fe tenía!
Yo a veces pierdo la fe. En mí, en los demás. Dejo de confiar, me vuelvo negativo, lo veo todo negro, pierdo la esperanza.
Jesús no quiere que me desespere. Quiere que crea hasta el final. Que no dude de su poder. Le pido más fe.
Jesús llega entonces a la casa. A la habitación. A la niña:
“Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto
de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: – ¿Qué
estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.
Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la
madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió
de la mano y le dijo: – Talitha qumi (contigo hablo, niña, levántate).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y
se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y
les dijo que dieran de comer a la niña”.
Jesús lo hace según pide Jairo. Según la manera de este hombre que le
pide que vaya. Va a su casa. Se conmueve ante el dolor y ante la fe.
Yo también quiero que Jesús venga a mí e imponga sus manos sobre mí. Quiero que me salve, que me levante.
La niña está muerta, pero sólo parece dormida. Para Jesús está viva.
Jesús vence la muerte. Jesús no cura en la multitud. Es personal. Y sus
curaciones son actos de amor compasivo. Gestos de ternura.
No es un médico eficaz. Él conoce la herida del corazón de cada uno y la acaricia, la consuela. La toma de la mano. Esa es su forma de curar, tocando, acercándose, desde dentro, no de lejos.
“Contigo hablo, niña, levántate”.
Jesús desde el principio se había puesto en camino por ella. No la conoce pero ya la ama. Me gusta esa mirada personal de Jesús.
Si no se hubiera detenido en el camino tal vez hubiera llegado a
tiempo, no habría muerto. Pero Jesús se detuvo y llegó demasiado tarde.
Jesús se acerca y la llama niña.
Con la misma ternura con la que antes llamó hija a la hemorroísa. La
levanta. La toma de la mano. Jesús me dice lo mismo a mí. Me dice que me
levante, que camine, que no me duerma. No quiere que me quede
aletargado en el camino.
Jesús viene si se lo pido. Jesús llega a mi casa y me levanta. Pienso en tantos momentos en los que Jesús se ha acercado a mí. Quizás alguien como ese padre rogó por mí.
Jesús siempre es personal. Y la vida merece la pena en el encuentro
con Él. Quiero tocarlo y dejar que me toque. Quiero pedirle que me
levante. Que toque mi herida más profunda, la que peor huele. Quiero que
me de la paz que no tengo. Que me quite el miedo que me paraliza.
A veces soy yo el que tengo que salir a buscarlo como esa mujer que
sangraba. Y otras veces viene Él a mi lugar, la mayoría de las veces.
Jesús pasa haciendo el bien, liberando, sanando, mirand
aaaaaaaaaaaaaaaLe pide a Jesús que se acerque. Y Jesús se pone en camino
inmediatamente, sin dudarlo. La niña es sólo una niña desconocida y
Jesús se pone en camino por ella.
Una mujer enferma rompe las barreras que han construido los hombres: “Había
una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos
médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había
gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto
peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le
tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría.
Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo
estaba curado”.
Se acerca atravesando la multitud. Jesús deja que la gente se
acerque. Que lo invadan. Me gusta ver así a Jesús. Tan cercano. Tan
accesible.
Hoy descubro su corazón que se acerca, que se deja apretujar,
que se deja tocar, que toca. Que escucha a cada uno. Que se detiene
ante cada uno.
La mujer se acerca y se expone al rechazo. Quiere tocar el manto de
Jesús. Cree en su poder. Ha oído hablar de sus milagros. No pide nada.
Se acerca por detrás y lo toca, pensando que con sólo tocar su manto
se curará. No quiere que nadie lo sepa. Vence sus barreras, sus miedos,
sus reparos. Se vuelve osada por necesidad.
Es verdad que la desesperación puede despertar mi valor. Es lo que sucede en esta mujer. Se vuelve valiente porque necesita salvar su vida. Me gusta su osadía.
Hace falta valor para perseguir los sueños, para vencer los temores,
para romper las barreras. Hace falta valor para salir de la rutina y
ponerse en camino. Arriesgar la vida, estar dispuesto a todo. Hace falta
tener poco que perder para ser valiente y jugarse la fama, la propia
vida.
Cuando tengo mucho que conservar me vuelvo miedoso y cobarde. Comenta el padre José Kentenich: “Hoy
el cristianismo tiene otro enemigo: el apego a lo mundano, la tiranía
del materialismo, la masificación… Si quiere obrar milagros hoy, ha de
formar personas y comunidades ancladas en lo sobrenatural, de acendrada
ética, valientes y santas”[1].
Cuando me apego a la vida, al mundo, al poder, al dinero, a la fama, pierdo libertad.
Me doy cuenta de todo lo que puedo perder si me acerco demasiado a
Jesús, si toco su manto y me ven hacerlo. Me expongo a la crítica y a la
condena.
Sólo si la necesidad de mi alma es muy grande o la enfermedad que me oprime muy lacerante, podré hacerlo.
Si no es así no me moveré de mi comodidad, de mi lugar seguro. Permaneceré quieto, protegido, en paz, seguro.
Hoy entrego mis miedos, mis cobardías. Quiero ir al encuentro de
Jesús. Quiero tocar su manto. Necesito que me sane porque estoy enfermo.
Necesito su fuerza para vivir. Por ello estoy dispuesto a perder mi
fama y honor. No importa. Lo quiero a Él.
Jesús siente el poder que sale de sus entrañas y quiere saber quién ha sido: “Jesús,
notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio
de la gente, preguntando: – ¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos
le contestaron: – Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: – ¿quién
me ha tocado? Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La
mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había
pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: Hija, tu fe
te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Jesús se da cuenta, la descubre y se conmueve. Le tocan especialmente su fe y su valor. Lo ha arriesgado todo por tocar su manto. Ahora está curada. Ha sido su fe. No Él mismo que no ha sido consciente.
Esa mujer tenía miedo, estaba escondida, no se siente digna. Su fe la
hace atreverse a tocar a Jesús. Tiembla cuando Jesús pregunta quién lo
ha tocado. Se echa a los pies de Jesús. Él se conmueve.
Ella creía que no era nadie, que no era importante. Y Jesús ensalza
su fe. Su coraje. La mira en su valor. Y se sana su herida externa y su
herida del corazón.
Jesús sacia su sed de amor, su sentimiento de indignidad, de impureza. La alaba en público y queda libre.
Ella se acercó a Jesús, lo buscó entre la gente, y Jesús reconoció su
belleza en medio de la multitud. La llama Hija. ¡Cuánta ternura!
Ha salvado el alma porque se ha sentido amada, elegida, mirada en lo que es. Ha sido levantada. Se puede ir sin juicio, sin condena, sin miedo. Ya no tiembla.
Jesús la ensalza, la admira. Es un tesoro que guardará siempre. Su herida que sangraba se curó. Su herida de amor, se sanó.
Jesús mira mi herida de amor, mi fuente de dolor. Mira aquello por lo que me escondo y avergüenzo. Él me mira más allá de esa herida. De mi pecado. De mi dolor. De mi sangre. De mi miedo. Me ama en mi pecado. Me ama incluso por mi debilidad.
La mujer se acerca a Jesús por su herida. En la época de Jesús la sangre de una mujer era signo de impureza.
Jesús la admira públicamente igual que públicamente es mirada como impura. Calma su miedo. La llena de paz.
Jesús mira mi corazón y lo acaricia. Esa es mi experiencia con Él. Él
mira mi corazón. Tal como es. Calma mi miedo. Me toca. Me mira y me
ensalza. Me regala la paz que tanto deseo. Me llama hijo.
Jesús resucita hoy a la hija del jefe de la sinagoga. Pero antes calma su miedo: “Todavía
estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para
decirle: – Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: –
No temas; basta que tengas fe”.
Cuando llega a sus oídos que su hija ha muerto, Jesús le dice a Jairo
que no tema. Le dice que Él está a su lado y eso basta. Y Jairo cree.
Se acaba de enterar de que su hija ha muerto. No importa. Él confía.
Hace falta mucha fe para creer que Jesús va a resucitar a una hija
muerta. Jairo cree en Jesús. Cree en su poder.
Ya está muerta, ¿para qué seguir molestando al maestro? ¿Tienen razón
los que hablan con Jairo? Ya no puede hacer nada Jesús. Pero él sigue
creyendo. Si Jesús lo dice. Basta con un poco de fe para seguir
confiando. ¡Cuánta fe tenía!
Yo a veces pierdo la fe. En mí, en los demás. Dejo de confiar, me vuelvo negativo, lo veo todo negro, pierdo la esperanza.
Jesús no quiere que me desespere. Quiere que crea hasta el final. Que no dude de su poder. Le pido más fe.
Jesús llega entonces a la casa. A la habitación. A la niña:
“Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto
de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: – ¿Qué
estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.
Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la
madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió
de la mano y le dijo: – Talitha qumi (contigo hablo, niña, levántate).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y
se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y
les dijo que dieran de comer a la niña”.
Jesús lo hace según pide Jairo. Según la manera de este hombre que le
pide que vaya. Va a su casa. Se conmueve ante el dolor y ante la fe.
Yo también quiero que Jesús venga a mí e imponga sus manos sobre mí. Quiero que me salve, que me levante.
La niña está muerta, pero sólo parece dormida. Para Jesús está viva.
Jesús vence la muerte. Jesús no cura en la multitud. Es personal. Y sus
curaciones son actos de amor compasivo. Gestos de ternura.
No es un médico eficaz. Él conoce la herida del corazón de cada uno y la acaricia, la consuela. La toma de la mano. Esa es su forma de curar, tocando, acercándose, desde dentro, no de lejos.
“Contigo hablo, niña, levántate”.
Jesús desde el principio se había puesto en camino por ella. No la conoce pero ya la ama. Me gusta esa mirada personal de Jesús.
Si no se hubiera detenido en el camino tal vez hubiera llegado a
tiempo, no habría muerto. Pero Jesús se detuvo y llegó demasiado tarde.
Jesús se acerca y la llama niña.
Con la misma ternura con la que antes llamó hija a la hemorroísa. La
levanta. La toma de la mano. Jesús me dice lo mismo a mí. Me dice que me
levante, que camine, que no me duerma. No quiere que me quede
aletargado en el camino.
Jesús viene si se lo pido. Jesús llega a mi casa y me levanta. Pienso en tantos momentos en los que Jesús se ha acercado a mí. Quizás alguien como ese padre rogó por mí.
Jesús siempre es personal. Y la vida merece la pena en el encuentro
con Él. Quiero tocarlo y dejar que me toque. Quiero pedirle que me
levante. Que toque mi herida más profunda, la que peor huele. Quiero que
me de la paz que no tengo. Que me quite el miedo que me paraliza.
A veces soy yo el que tengo que salir a buscarlo como esa mujer que
sangraba. Y otras veces viene Él a mi lugar, la mayoría de las veces.
Jesús pasa haciendo el bien, liberando, sanando, mirando, tocando,
curando. Y eso es lo que hace en medio de mi vida. Camina a mi lado.
Y yo, lo busco en la orilla, en mi día a día. Tengo claro que sin Él mi herida se cierra, mi miedo me bloquea, mi corazón se endurece.
Necesito su voz que me diga: “Hijo, niño, ve en paz, tu fe te ha curado, levántate, contigo hablo”. Y yo, hoy, le muestro mis miedos, mi herida de amor, mi enfermedad.
Le hablo de los lugares del alma que están muertos. Le cuento mis temores, mis injusticias, mis pecados.
Y Él me mira, me admira y, por encima de todo, cree en mí. Y yo
entonces, creo en Él, creo que si pone sus manos sobre mi herida viviré.
Viviré de verdad, desde lo más profundo y verdadero de mi alma. Y
caminaré seguro, ya sin miedos.
Quiero creer en su mirada, en su poder sanador. Él viene a mí y me toca con ternura. Me salva siempre.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos Padilla
Aleteia
o, tocando,
curando. Y eso es lo que hace en medio de mi vida. Camina a mi lado.
Y yo, lo busco en la orilla, en mi día a día. Tengo claro que sin Él mi herida se cierra, mi miedo me bloquea, mi corazón se endurece.
Necesito su voz que me diga: “Hijo, niño, ve en paz, tu fe te ha curado, levántate, contigo hablo”. Y yo, hoy, le muestro mis miedos, mi herida de amor, mi enfermedad.
Le hablo de los lugares del alma que están muertos. Le cuento mis temores, mis injusticias, mis pecados.
Y Él me mira, me admira y, por encima de todo, cree en mí. Y yo
entonces, creo en Él, creo que si pone sus manos sobre mi herida viviré.
Viviré de verdad, desde lo más profundo y verdadero de mi alma. Y
caminaré seguro, ya sin miedos.
Quiero creer en su mirada, en su poder sanador. Él viene a mí y me toca con ternura. Me salva siempre.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos Padilla
Aleteia