¡Encontremos tiempos para el silencio en nuestras vidas!

Hace algún tiempo hicimos una salida a una reserva forestal en la provincia de León en la que se protegían las hayas, una especie, al parecer, en vías de extinción. Durante el día estuve pensando en posibles especies espirituales en esa situación y descubrí tres: el silencio, interioridad y soledad.

Comenzaré por el silencio. Le veo caminar lentamente, se aleja. ¿A dónde irá? No tiene amigos, no tiene hogar. Va huyendo de quienes lo intentan eliminar. El ruido que ensordece, la palabra vacía, la algarabía, la exterioridad…

 Todos le van hiriendo obstinadamente día tras día, pero es especialmente la palabra la que se le quiere imponer con prepotencia y desterrarlo al desván, y eso que generalmente no dice nada, es sonante, pero no sonora.

El silencio nos garantiza la presencia de Dios en la tierra como principal vía de acceso al Misterio divino. Proporciona una auténtica comunión y relación. La palabra es siempre un intruso que se interpone en la conversación, mientras que el silencio posee una poderosa dimensión comunicativa.

Permite el conocimiento de la verdad, porque nos revela un aspecto de la realidad demasiado profunda para ser descubierta a simple vista. Nos inunda de serena alegría, ya que el silencio siempre se expande y exterioriza como una amplia sonrisa, inmensa y maravillosa, que abraza todo lo creado. Gracias a él podemos conocernos, al permanecer en ese «espacio de desierto» en el que se forma nuestra identidad.

Agudiza nuestro oído y, asombrados, escuchamos cantar a los campos, aplaudir a los árboles del bosque y a los ríos, y aclamar a los montes (salmos 95 y 97). ¡El silencio desaparece! Necesita urgentemente un ámbito de protección. Al menos los monasterios tendríamos que ser lugares de «reserva forestal» con la obligación de cuidar esos valores que creemos necesarios para el bienestar de la humanidad.

La invitación está hecha. ¡Encontremos tiempos para el silencio en nuestras vidas! Es un reto, como un río que aguarda a que te sumerjas en él.
Ernestina Álvarez
Monjas Benedictinas. Monasterio de Santa María de Carbajal de León
Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega
Aleteia
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