Hoy es tan frecuente hablar de infidelidades. Parece todo tan frágil, pasajero, débil...
¡Qué importante es en la vida aprender a confiar! ¡Pero qué difícil es lograrlo! El amor se construye sobre la confianza. Si no confío no puedo amar de verdad.
Cuando confío, no necesito saber todo
de la persona amada. Pero sé también con qué facilidad puedo dejar de
confiar. Una duda, una sospecha, un comentario, algo que me dicen, o que
yo veo.
Me da miedo caer en la desconfianza
sin tener motivos. Si falla la confianza, falla el amor. No quiero dar
motivos para que desconfíen. No quiero creer todo lo que me dicen. No
quiero desconfiar de aquellos a los que quiero.
A veces hablo más de la cuenta.
¡Cuánto daño pueden hacer mis palabras! Pueden crear sospechas. Mis
comentarios son hojas lanzadas al viento. Nadie puede detenerlas.
Siembran dudas y desconfianza.
Creo que el amor más verdadero se
construye desde una confianza a prueba de fuego. Durante mucho tiempo de
entrega. Una sola palabra, un mal gesto, pueden romper esa confianza.
Quiero que mi confianza se haga fuerte frente a la sospecha.
Sé que la vida es muy larga. En ella
tomó decisiones, doy pasos, amo y me comprometo. Confío. Genero
confianza. Me tomo en serio el camino que tengo por delante. Decido
apostar por la eternidad y no por la fugacidad de mis días. Siembro para
un mañana lejano que aún no veo. Construyo sobre rocas que duren
eternamente. Aun sabiendo que mi corazón es débil.
Me juego las cartas que recibo
apostando por lo más alto. No quiero ser cobarde. Confío poco en mí y
más, mucho más, en Dios. No confío en mi propia fidelidad, pero sí
confío en que Dios me sostiene en medio de las pruebas. Él es siempre
fiel. Amo la vida que Dios me ha dado. Amo el mundo que ha puesto a mis pies.
Reconozco que soy frágil a la hora de
elegir bien. Tantas veces me he confundido. En mis juicios, en mis
decisiones. Pero sé que tengo que tener mi corazón bien puesto para no
dejarme llevar por el mar revuelto.
No quiero ir con mi corazón en la
mano, como ofreciendo sueños. Lo llevo dentro del alma, guardado, bien
seguro. Para darlo sólo cuando he decidido amar. Cuando he sido amado.
Hoy es tan frecuente hablar de
infidelidades. Parece todo tan frágil, pasajero, débil. Cada vez que me
toca bendecir un matrimonio me alegro. O cuando celebro un nuevo
aniversario. Es como un destello de luz en medio de las dudas.
Una pareja que pronuncia asombrada su
sí a los pies de Dios. Y sueña con lo imposible. Es un canto de
esperanza en medio de voces que denuncian a los que han caído antes de
nosotros. Los que no fueron fieles. Los que no se contuvieron y
arruinaron su vida.
Es fácil juzgar desde fuera. No quiero
poner en la misma bolsa a todos los que han fallado. Quiero ser fiel.
El testimonio de los santos me conmueve. Fueron fieles en medio de
pequeñas infidelidades y caídas.
Pero a veces a mi alrededor me dicen
que no es posible. Como si el sí de un día se acabara convirtiendo en un
quizás con el paso del tiempo, en un no con la llegada de las dudas. Es
como si mi decisión pasada dejara de ser tan firme de golpe, o poco a
poco, por no haber cuidado con mimo el amor recibido, el amor entregado.
No quiero tener miedo a confiar siempre. Es posible ser fiel en medio de la pobreza. Aunque me sienta inseguro.
Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: Para
cumplir la promesa de crear un hogar con una persona, se requiere
soberanía de espíritu, capacidad de ser fiel a lo prometido aunque
cambien las circunstancias y los sentimientos que uno pueda tener en una
situación determinada.
Una fidelidad que es una gracia, no es
fruto de mi fortaleza interior. Creo que no puedo juzgar desde fuera a
los que no han sido fieles. Desde que un día Dios me regaló poder
confiar creo que me he vuelto más comprensivo. No juzgo tan rápidamente.
No condeno. Porque conozco también mis propios pecados.
Y me doy cuenta de la debilidad del alma. Y de que sólo confiando en Dios es posible seguir amando cada día un poco más.
El P. Kentenich habla de entregar nuestra fidelidad a María sabiéndonos frágiles: Queremos
ofrecer a María nuestra buena voluntad, nuestra disponibilidad. ¿Qué
nos queda sino ponernos sin reservas a su disposición, aceptar sus
deseos, entregarnos nuevamente a Ella y dejarle la responsabilidad por
la gran obra, en la cual nosotros, dependiendo de Ella, queremos
cooperar, sufrir, sacrificarnos y rezar? María está desvalida. Ella sola
no puede realizar la tarea. Y nuestro honor es poder ayudarla.
En su fidelidad descansa mi fidelidad.
Pero yo de nuevo cada mañana me pongo manos a la obra, comienzo ahora.
Vuelvo a entregar mi sí. Cojo con cuidado mis infidelidades y se las
entrego a Dios. Para que me sane. Para que haga más hondo mi amor.
Me siento tan desvalido como Ella. Y
me conmueve que siga confiando en mí después de haber caído tantas
veces. María no es como yo. Cuando desconfío me cuesta volver a confiar.
Es un milagro. Se lo pido.
Ella confía de nuevo en mí. Cree en mi
capacidad de amar. Pone otra vez delante de mí un horizonte amplio. Y
me invita a decir que sí nuevamente, con timidez. Sabe que conmigo puede
hacer cosas grandes. Si yo me dejo. Aun sabiendo que soy tan frágil.
Carlos Padilla
Aleteia