El pasado día 8 de noviembre el Santo Padre ha proclamado venerable
al Padre Morales S.J. (1908-1994) reconociendo sus virtudes heroicas.
Con este reconocimiento el Padre Morales se convierte en patrimonio
de la Iglesia, superando los límites de las obras que fundó y las
personas que le conocieron. En efecto, su manera de vivir el sacerdocio,
su promoción incansable del laicado, su estilo educativo tan sólido y
fecundo, su honda vida espiritual cimentada en la oración contemplativa,
el amor filial a la Virgen y la pasión por Jesucristo pueden
iluminarnos, inspirarnos y sostenernos en estos tiempos difíciles,
semejantes a los que a él le tocaron vivir en su juventud.
Conocí al Padre con 14 años y en el mismo día, al presentarme una
estampa de la Inmaculada y preguntarme si la conocía, la Virgen con su
mirada me conquistó. Él fue el instrumento, un hombre de Dios. Han
pasado casi 30 años y este momento permanece fresco. Fue mi director
durante los 5 últimos años de su vida. Desde el inmenso cariño y
agradecimiento por todo lo que he recibido de sus manos escribo estas
líneas de reconocimiento.
Hijo de padres canarios, nació en Venezuela aunque enseguida su
familia se trasladó a Madrid. Con la perspectiva de dedicarse a la
política estudió derecho en Madrid, donde compaginó sus brillantes
estudios que culminaron con el premio extraordinario fin de carrera con
un intenso apostolado universitario, llegando a ser presidente de los
estudiantes Católicos. Realizando el doctorado en Bolonia recibió la
apremiante llamada de Dios por lo que ingresó en el noviciado de los
jesuitas en Chevegtone (Bélgica). Ordenado sacerdote en 1942 y
completada su formación, su primera misión fue la predicación de
Ejercicios espirituales a universitarios, empleados y obreros. Fruto de
su labor, surgió en 1946 el Hogar del empleado que desarrolló una
extraordinaria obra social en el Madrid de la posguerra. Con algunos de
aquellos jóvenes, tras lenta maduración, nacieron varias obras
apostólicas y de consagración a Dios en el mundo: los Cruzados y
Cruzadas de Santa María, los Hogares de Santa María y la Milicia de
Santa María.
ENAMORADO DE DIOS. Algunas caricaturas se han hecho de él. Sin
embargo, yo no puedo menos de constatar que toda su vida fue un gran
acto de amor y de servicio, a Dios, Santísima Trinidad, y a los hombres,
sus hermanos, enderezando todas las energías y los extraordinarios
talentos que poseía al fin de “ayudar y salvar (a la juventud) y
encontrar entre ellos y ellas –son sus palabras- almas fervorosas que
quieran, mirando a la Virgen, colaborar con Cristo en la salvación de
las almas”. Su identificación con Cristo era transparencia para los que
fuimos testigos de su vida.
Se hacía todo a todos. Y su finísima sensibilidad, inteligencia y
sentido del humor ganaba la confianza de personas de todas las edades y
condiciones. Su esfuerzo porque no nos quedáramos en él y fuéramos a
Dios, me produce aún hoy una especial reverencia y ternura. Porque, a
pesar de todo, no podíamos menos de quererle mucho. Es natural, ¡él nos
dio a luz para Cristo y para su Iglesia!
APOSTÓL DE APÓSTOLES. De su amor han brotado todas sus obras. Que
eran para gloria de Dios lo testimonia elocuentemente su afán constante
de desaparecer, su conciencia de ser un simple instrumento, su
perseverancia en dar protagonismo a los demás y, singularmente, a los
laicos. Practicó asiduamente su principio de hacer-hacer, impulsando,
con invencible constancia la acción apostólica de todos los que se
acercaban a él buscando, quizá sin saberlo, a Dios. A todos ayudaba a
salir de sí mismos para darse a los demás, a todos hacía conscientes de
una gran misión capaz de llenar una vida entera… la de ser colaboradores
de Dios: “Cristo te necesita”… De ese llamamiento surgían vocaciones a
todos los estados de la vida cristiana, siendo notables las vocaciones
contemplativas que suscitó y alentó durante toda su larga vida.
SACERDOTE. Así, a secas. ¡Qué conciencia de su dignidad y de su
indignidad, de sus obligaciones pastorales que le llevaron a vivir
totalmente expropiado de su tiempo, radicalmente pobre de cosas y de
espíritu, amorosamente mortificado en todas las cosas! ¡Qué manera de
vivir la Misa y de enseñarla a vivir entrando en el misterio de
Jesucristo inmolado por nosotros, y de hacer de la Eucaristía el centro
vital, imprescindible, de la existencia! Me parece que hay tres palabras
que definen bien cómo vivió su sacerdocio: maestro, testigo, padre.
Fue maestro, viviendo lo que enseñaba con radical coherencia y
ejemplaridad. Dicen que a los jóvenes hay que atraerlos fascinándolos
con las tecnologías, el estilo #vintage, que si no, no responden. Mi
experiencia fue distinta; el Padre con su sotana, exteriormente no tenía
nada de atractivo para una adolescente que vivía, no precisamente en
ambientes eclesiales. Era su vida lo que me atraía según le iba
conociendo mejor, quería ser como él.
Fue testigo de lo eterno, de la belleza y novedad permanente del
Evangelio de Jesús, del poder transformador de la amistad íntima con Él.
Su oración, unida a su testimonio silencioso, era ya una poderosa
llamada y fue reclamo para muchísimas almas.
Y sobre todo, fue padre. Su paternidad era intensa, generosa,
delicada y exigente, realista, humilde, educadora. Tuvo con nosotros la
paciencia de los santos, la dulzura de las madres, la firmeza de los
padres, la abnegación de los maestros.
El Padre Morales gozó de fama de santidad ya en vida. Esta fama
continúa extendiéndose por el mundo y a ello contribuirá notablemente el
paso que ha dado la Santa Sede. Nos encomendamos a su intercesión para
que muy pronto quiera Dios concedernos el milagro de la beatificación.
Marta Blanco Navarro
Cruzada de Santa María
Aldán-Cangas (Pontevedra)
pastoralsantiago.es