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Hoy rezamos y ofrecemos el sacrificio de la Misa por nuestros hermanos difuntos
La Santa Madre Iglesia, después de su solicitud en celebrar con las
debidas alabanzas la alegría de todos sus hijos bienaventurados en el
cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de todos cuantos
nos precedieron en el signo en fe y duermen en la esperanza de la
resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo,
cuya fe sólo Dios conoce, para que, purificados de toda mancha del
pecado y asociados a los ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión
de la felicidad eterna. Martirologio romano.
Hoy son multitudes las que van y vienen a los cementerios que están
durante todo el día llenos. En los alrededores hay puestos de flores con
cantidad de ofrecimientos para adornar siquiera sea por fuera las
tumbas y nichos de los seres queridos. Hasta la Iglesia premia
determinadas actitudes de los fieles con indulgencias aplicables a los
muertos.
Se lee en cada tumba RIP —DEPA en versión moderna hispana— bien como
oración que indica deseo vehemente, bien como afirmación. Al cristiano
ese fonema -iniciales de Requiescat in pace en latín o de Descanse en
paz en castellano- le suena a oración con tintes de esperanza al
recordar lo bueno realizado en vida por el muerto y teniendo muy
presente lo mucho que abarca la misericordia de Dios; desde la
increencia sólo suena a voz hueca expresiva de la quietud del muerto,
del profundo silencio del cementerio considerado como su última morada y
juzgando la separación pretérita como una "pérdida irreparable".
Sin querer, se mezcló la mentalidad pagana: terror y ambiente
macabro. Corrupción, abandono y soledad. Vino el espíritu tenebroso del
Renacimiento que resumía su pensamiento al respecto con calaveras,
tibias cruzadas y columnas rotas como iconografía ridícula, válida para
animales cuyo ser muere en su totalidad, y no para el cristiano, que
vive esperando su resurrección y hace de su propia muerte el acto humano
capital de entrega al Creador, sin dudosa improvisación, adiestrado por
las continuas entregas diarias.
Contemplar el hecho de la muerte a lo pagano se hace irresistible
para una sociedad hedonista que bien querría eliminar de raíz su
recuerdo. Se contempla a diario que va en auge y tomando cuerpo el
"piadoso" ocultamiento casi sistemático del cadáver como si el muerto
hubiera hecho algo muy malo o vergonzoso al morirse; como si el muerto
fuera algo que es preciso disimular en el tanatorio -sin mortaja a la
vista- y con velatorio breve y de compromiso.
También se aprecia que la frecuente dificultad de pagar costos
elevados por la muerte del familiar tiene gran parte de la culpa de que
se haya borrado tan pronto la memoria de muchos muertos, o se borrará en
breve, y consecuentemente desaparecen también los posibles sufragios;
el tarro de las cenizas que entregaron al poco de la incineración se
conservó en el sitio de honor de la casa el tiempo que duraron las
lágrimas, luego llegó a estorbar porque los vecinos decían que era algo
macabro, fue pasando a lugares menos dignos hasta que las cenizas se
espolvorearon en el campo con hipócrita manifestación romántica y
sentimentaloide, o sencillamente acabaron en el contenedor de la basura
una buena noche.
Una ineludible interrogación está en la cabeza de los que creemos y
también ronda en el pensamiento de los que aún conservan un recuerdo,
aunque sea débil y lejano, de la existencia del más allá ¿Están ya en la
Patria los muertos motivo del recuerdo o han de purificarse todavía.
La celebración de "los que nos han precedido con el signo de la fe"
comenzó con san Odilón de Cluny y se extendió por toda la Iglesia. No
deja lugar a duda: Son los cristianos muertos los que motivan hoy
nuestro rezo. Con los testimonios bíblicos veterotestamentarios, la fe y
práctica de la Iglesia Católica confiesa como verdad perteneciente a la
fe la existencia del Purgatorio, ese misterioso ámbito, más allá de
esta vida, donde se realiza la purificación previa a la gozosa y
definitiva proyección hacia la beatitud.
La muerte, ¿esqueleto con guadaña Los fieles difuntos no se evocan
entre las brumas otoñales como un signo de muerte, sino de gozo por la
segura, aunque retardada, conquista de la eternidad con Dios. La muerte
no abre las puertas de la nada, sino de la plenitud de la vida, no hay
otra visión posible desde la fe.
El libro del Éxodo narra la salida del Pueblo de la esclavitud con el
apoteósico paso del mar Rojo donde termina el enemigo; luego vinieron
la Alianza, el maná y camino largo sembrado de dificultades por el
inhóspito desierto donde se hace resplandecer el cariño de Dios, la
esperanza de la tierra prometida y su posesión. Encierra con su
tipología un formidable paso de lo transitorio a lo estable que podría
servir para explicar lo que pasa el día en que se conmemora a los fieles
difuntos e incluso para revitalizar el espíritu cristiano ante la
muerte, porque así es el comienzo y fin de la vida del cristiano.
Muchas cosas convendría revisar porque no pocas veces viene precedida
la muerte de la falsa y burguesa idea de no facilitar la presencia del
sacerdote con pretextos erróneos de respeto a la intimidad del moribundo
y de sus deudos. La debilidad de la fe y el falso sentimiento de piedad
hacia el agonizante impiden, en casos cada vez más frecuentes, recibir
el perdón de los pecados con el sacramento de la Confesión y las mejores
disposiciones ante la ruptura próxima con el sagrado signo de la
Unción.
El bautizado vibra con agrado y consuelo por la comunión del Cuerpo
de Cristo tomada como Viático, porque sabe que recibe al Buen Pastor
-frecuente motivo evangélico en las catacumbas, pensado por los primeros
cristianos-. Se siente amparado por los santos y sus méritos en su
definitivo paso a la eternidad, apoyado por la Virgen María y rodeado de
quienes, queriéndole, le despiden con los honores del que terminó su
pelea. Sí, el Rosario y las Letanías son como las salvas de honor. ¡Cómo
no besar la imagen del crucifijo redentor en la hora postrera, cuando
se unen y compenetran la iglesia de la tierra, la del purgatorio y la
del cielo!
Pedimos hoy que se abrevie la dolorosa impaciencia de poseer el Bien
seguro y cierto, que la ansiada Luz ilumine ya sus tinieblas
esperanzadas y que sean nuestros valedores cuando caminamos.
(Fuente: archimadrid.es)
Artículo originalmente publicado por Santopedia
Aleteia