Muchas personas aman mucho pero no hacen felices a las personas amadas
Hoy Jesús también me pide que ame al prójimo como a mí mismo. Coloca a la misma altura el amor a Dios y el amor a mi prójimo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
El corazón no se puede dividir en dos partes. No puedo decir que amo
mucho a Dios si luego no amo a los hombres. En el amor al prójimo se
pone a prueba si amo a Dios.
El profeta lo resalta: No oprimirás ni vejarás al forastero,
porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni
a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, Yo los
escucharé. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás
antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su
cuerpo. Si grita a mí, Yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.
Quiero aprender a amar al que sufre, al necesitado. Al forastero que
busca hogar en mi tierra. Al maltratado y despreciado. A aquel al que
nadie ama. Al que me exige amarlo. Al que no tiene nada que darme cuando
yo lo amo.
Quiero amarlo con un amor inmenso. Con ese amor infinito de Dios que
yo no poseo. Sé que el amor de Dios en mí me hace más capaz de amar.
Ensancha mi corazón. Lo hace más grande.
Leo en Levítico 19,18: No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús responde con la ley. Con lo que los fariseos ya conocían muy bien.
Pienso en esa medida del amor y siento que me supera. Es verdad que
Dios no me pide su misma medida para el amor. No me pide hoy que ame al
enemigo. No me pide amar con un amor infinito.
Me propone algo aparentemente mucho más fácil. Amar a los hombres como yo me amo a mí mismo. No es imposible. Pero todo dependerá de cómo sea ese amor a mí mismo.
Me siento pequeño. Quisiera encontrar la manera de amarme bien a mí
mismo. Muchas veces no me quiero tanto. Me amo mal. Y tal vez por eso
amo mal a otros. Necesito aprender a amarme a mí mismo para poder amar
bien.
El otro día leía un blog que llevaba este título: No me quieras mucho, quiéreme bien.
Y escuché una canción que decía lo mismo como estribillo: Yo no quiero que me quieras tanto, yo sólo quiero que me quieras bien. Ya me cansé de tus falsas promesas. Sólo necesito que me hagas sentir bien.
Quiero aprender a amar bien. No quiero amar mucho, mejor quiero amar
bien. Un amor que enaltezca. Un amor que surja de una autoestima sana.
Quiero quererme en mi verdad para poder querer a los demás en su verdad. Amar bien en verdad y en justicia.
Sé que ese amor sana y libera. Ser amado por un amor así me hace más libre. Me hace reconocer mi verdad.
No es tan sencillo amar bien. Muchas personas aman mucho pero no
hacen felices a las personas amadas. ¿Dónde está la clave? Un amor que
no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino
con libertad. Porque no puedo amar por necesidad.
No quiero amores que me quiten la paz y la libertad: Quien nos ama
ha de amarnos porque así lo decide y no porque no podría vivir por sí
mismo sin amarnos, sumiso o porque se sienta incapaz, inferior, esclavo.
En lugar de rey. Quien ama también ha de hacerlo libérrimamente.
Seguiría sobreviviendo, existiendo, seguiría siendo valioso y teniendo
autoestima, si no amara. Pero desea hacerlo voluntariamente. Poner al
otro en el centro libre de su atención y su vida. Con lo que su vida se
engrandece.
Un amor que no quiere cambiar a la persona amada. Un amor que no
retiene. Un amor que no esclaviza. Un amor que no maltrata. ¡Qué fácil
llegar a maltratar pretendiendo amar bien! Con palabras, con gestos, con
silencios. A veces el maltrato viene por propia inseguridad, por
complejos.
Intento amar bien al otro pero tantas veces sólo le doy el tiempo de
mi aburrimiento, el tiempo que me sobra. Amo bien pero no admiro ni
enaltezco a quien amo. Y cuando la admiración desaparece el amor
languidece.
Un amor que no habla bien de aquel a quien ama no es un amor sano. Un
amor que no respeta no es un amor sano. Es una pena cuando el exceso de
confianza me hace resaltar con frecuencia los errores del prójimo y
magnificar sus fallos. Tal vez es mi orgullo el que no me permite mirar
con humildad a quien amo. No logro sacarle sonrisas. No consigo
sostenerle en medio de la tormenta.
Quiero ser amado cuando esté cansado y con dolor. Cuando no triunfe y
esté solo. Cuando los demás se olviden de mí. Quiero ser amado cuando
todos me rechacen y desprecien. Quiero ser amado cuando yo mismo no
consiga amarme bien.
El otro día leí algo verdadero: Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite. Mi amor al otro ha de sacar lo mejor de su interior. Con paciencia y respeto.
El otro día decía el tenista Rafa Nadal: Si todos nos exigiéramos más a nosotros mismos, en lugar de exigir tanto a los demás, el mundo iría mejor.
Es curioso. Muchas veces exijo perfección a otros mientras paso por
alto con mucha paz mis propios defectos. Soy exigente con los demás en
el cumplimiento de lo prometido. Pero conmigo me vuelvo indulgente.
Siempre encuentro justificación.
Veo que mi parte es la más difícil. Mi camino el más árido. Me
justifico. Con los demás soy inflexible. Critico y condeno fácilmente a
todos.
El P. Kentenich hablaba de dos grados del amor. Por un lado el amor primitivo: ¿Y en qué consiste entonces el amor primitivo? En que yo amo a mis padres y a Dios, por amor a mí mismo.
El amor a Dios también puede tener un grado tan bajo: Los maestros
de espiritualidad llaman ‘amor de concupiscencia’ al grado más bajo del
amor. En él amo a Dios a causa de mí mismo. Por el ejercicio de ese
amor espero mi satisfacción o felicidad; o bien ser más fuerte, maduro y
puro. Vale decir que, en primer lugar, aguardo algo para mí mismo.
Es muy común en mi vida este amor. Amo al otro por conveniencia, por
amor a mí mismo. Porque me hace más feliz amar que odiar, amar que
despreciar. Ese amor primitivo me lleva a preguntarme siempre si el otro
me hace feliz, si se esfuerza en hacerme feliz de verdad, como decía la
canción antes citada. Es la medida de su amor la que de verdad me
importa.
Tal vez porque creo que siendo amado seré capaz yo de amar más
después. No lo sé. Ese amor primitivo existe y es importante. Es el
primer paso del amor. Es necesario. Es muy humano.
Pero es cierto que es autorreferente. El que ama así vive pensando en
su propia felicidad. Es un amor que ha puesto la medida del amor en la
propia necesidad. Necesito que me amen bien. Necesito que me hagan
feliz. Necesito que me regalen todo lo que me atrae.
El amor de los novios tiene mucho de ese amor en un primer momento.
Me caso para que me hagan feliz. Doy por su puesto que en ese intento
haré yo feliz al otro. Pero el acento está puesto en mí. También es así
el amor del hijo que quiere ser cuidado, valorado, enaltecido,
protegido. Es el amor primero. El que recibimos en dosis pequeñas y
grandes desde la cuna.
Pero luego, con el paso del tiempo, el amor tiene que madurar si
quiere seguir existiendo. Cuando el amor madura se purifica de las
tendencias egoístas. El amor primitivo que se busca se convierte en amor
que se da con generosidad.
Continúa el P. Kentenich: Amor purificado no significa dejar de
lado las causas segundas y decir: – ¡Señor mío y Dios mío! No; yo llevo
conmigo a mi padre y a mi madre y los tendré conmigo incluso en la
visión beatífica. La purificación del amor consiste en amar al objeto
ante todo a causa de él mismo y no por amor a mí mismo.
Amo al otro por él mismo, por lo que vale, porque quiero su
felicidad. Quiero que se sienta bien a mi lado. Quiero que sea mejor
persona. Que saque lo mejor que hay en su interior.
Quiero un amor así porque es el que me libera, el que me enaltece. Un
amor paciente y alegre que sabe sacar lo mejor de los demás. Un amor
que perdona. Que vuelve a confiar después de haber sido defraudado. Un
amor que me exige para sacar de mí todas las fuerzas. Un amor que me
respeta en mi misterio y camina a mi lado sin meterme prisa. Este es el amor que siempre he deseado.
Carlos Padilla
Aleteia