Cuando espero el hijo que no llega. O el cónyuge anhelado. O el trabajo de mis sueños. O la casa que cambiará mi vida...
Hay un espacio de tiempo que no consigo definir bien. Entre el pasado que he dejado atrás y el futuro que sueño, existe un tiempo indefinido que no controlo y me asusta. Es el entretanto.
Es ese tiempo que transcurre ante mis ojos y en el cual tengo que
optar. Decido lo que hago, lo que dejo, lo que emprendo. Entre tanto
sucede lo que sueño, tengo que vivir así, como soy ahora, como estoy
ahora. En presente. Aquí y ahora.
Sé que vivir bien los entretantos de mi vida es el desafío
más grande que tengo ante mis ojos. Es la opción más difícil que he de
tomar. Puedo quedarme atado en el pasado, en lo que fue y perderme lo
que estoy viviendo. Puedo vivir queriendo retener las hojas que caen del
almanaque. Intentando evitar que caigan.
Es como si quisiera que ese pasado que aún arrastro cargando con
desgana sea ya, ahora mismo, parte del futuro que sueño. Y al mismo
tiempo es como si quisiera dejarlo todo atrás para comenzar algo nuevo,
distinto, cerrando puertas abiertas. Me da miedo esa rutina tediosa que
sostengo entre mis manos.
Lo he vivido en carne propia cuando me decidí y entré en mi comunidad
queriendo ser sacerdote. Por delante tenía un largo camino que recorrer
hasta la ordenación. Pero en el presente era seminarista. Y tenía claro
que mi vocación no era ser seminarista. Durante un tiempo todo era
nuevo, y viví feliz mi nueva condición.
Pero con el tiempo lo nuevo y la rutina hicieron vieja mi vida y soñé
lo que aún no poseía. Y me dio miedo vivir queriendo dejar de ser
seminarista para ser sacerdote. Se me hacía pesado ese entretanto algo
molesto y cadencioso, porque aún no tenía que ver con la vida
apasionante de sacerdote que había imaginado. Y me fugaba al futuro,
pensándome ya ordenado, viviendo algo aún no presente.
Decidí entonces un día vivir como si mi entretanto de
seminarista fuera ya mi vocación definitiva. Un ahora eterno. Decidí
vivir en presente. Es verdad que sabía que si Dios quería un día sería
sacerdote. Tenía un camino marcado. Pero eso no me liberaba de mi
obligación de vivir el presente como un gran regalo, sin angustias, sin
miedos, sin pereza.
Conozco a tantas personas que no saben vivir los entretantos de
su vida. Se angustian pensando que ese tiempo indefinido en el que se
hunden sus pies no tiene nada de bueno. Es como una tierra de nadie
antes de tocar el paraíso soñado. Como si ese presente incómodo ante el
cual se angustian fuera una barrera infranqueable, un foso profundo,
entre un después y un jamás.
Y en medio de sus dudas, ni siquiera saben dónde se encuentra ese
futuro lleno de ilusiones que sueñan. Es como si la vida para ellos se
detuviera entre ese pasado que se ha convertido en carga y ese futuro
soñado que nunca llega. Y quisieran reinventarse, hacerse de nuevo,
darse una nueva oportunidad. Sueñan con una nueva etapa, con un cambio
de hábitos y de rutinas. Pero nada sucede.
Es como este clima de hoy en el que esperamos que llueva, pero no
llueve. Y no se ven ni siquiera algunas nubes que nos hagan alimentar la
esperanza de un cambio de tiempo.
Y de repente los entretantos se convierten en una carga
pesada que me impide ser feliz. Voy arrastrando con desgana la vieja
capa de siempre soñando con una capa nueva. Que me dé nuevas ilusiones, y
despeje mis dudas.
Pero, ¿qué ocurre si nunca llega esa etapa que sueño? ¿Y si estoy
condenado a ser infeliz el resto de mis días viviendo lo de ahora? Creo
que no será así. Sé que tengo la obligación de disfrutar «los entretantos» que Dios me regala en medio de mi camino. Hoy decido detenerme y contemplar el instante que vivo. Lo contemplo.
Justo el otro día leía: Con la percepción logramos una cosa
nueva, no necesitamos lograr nada. La presión por lograr eficacia, el
tener que hacer algo trae consigo miedo y angustia. Lo importante es no
querer juzgar o cambiar nada, sino asimilar todo de la manera como se
nos manifiesta. Pudiera ser que nos aburriéramos. El tedio es un
sentimiento que podemos observar.
Me detengo a mirar el hoy que tengo ante mis ojos. Ese hoy del que
espero más. Ese hoy que me gustaría fuera distinto. Sé que quizás no
será para siempre. Y lo que hoy vivo será un día parte de mi pasado.
Pero hoy, ahora, tengo la obligación de ser feliz y dar gracias. Cuando
espero el hijo que no llega. O el cónyuge anhelado. O el trabajo de mis
sueños. O la casa que cambiará mi vida. O la oportunidad que me abrirá
nuevos horizontes. No lo sé.
Quiero mirar cara a cara a mi entretanto. Le pongo nombre y
lo observo, lo contemplo. Me lleno de su presencia. Dejo de querer
cambiarlo. Respiro hondo. Asumo que es parte de lo que me toca vivir hoy
y decido hacerlo con alegría. Dios quiere que sea santo así, aquí y
ahora.
No sé cuánto me queda de vida. ¿Por qué amargarme soñando con
angustia con realidades que quizás nunca sucedan? Me alegro y sonrío. Y
me digo: Esto es justo lo que yo quería. No digo nada más. Sigo caminando feliz y confiado.
Reconozco que la vida es demasiado corta para vivirla amargado. Tengo
un corazón inmenso que sueña con la eternidad. Sueño con ese tiempo
ideal que no poseo. Con esa salud que me abandona. En medio de mis
miedos y de mis dudas quiero retener la alegría que poseo. Pero sé que a
veces no es tan fácil hacerlo. Por eso decido hoy mismo comenzar a ser yo mismo. Sin tener miedo.
Carlos Padilla
Aleteia