
El otro día leía una reflexión interesante de Pedro Luis Uriarte: “Dejé
el banco porque de tanto respirar incienso, la persona se estaba
muriendo aplastada por el personaje. El poder es la droga por
excelencia, te cristaliza el corazón, te cambia como persona. Después de
años de éxitos tenía que parar. Cuando estás a máxima presión tienes
poder, todo te ha salido bien, tienes tal seguridad en ti mismo que te
conviertes en una máquina que va anulando a la persona”.
No quiero que el personaje consuma a la persona. Ni que el
poder sea la obsesión de mis pasos. No quiero que la fama y el
reconocimiento sean ese poder que sostenga mi vida.
Tengo claro que el poder permite cambiar el mundo. ¡Qué sutil su
atracción! ¡Cuánta fuerza tiene! Tira con pasión de las fibras de mi
alma. El poder parece hacer posible el cambio. El poder me lo dan el
conocimiento, el reconocimiento, el éxito, los logros.
Siempre quiero hacerlo todo bien, tener éxito. Lo tengo claro. Tal
vez es la semilla de perfeccionismo que hay en el alma humana. El deseo
de triunfar en todo. Ser el primero. Vencer todos los obstáculos. Ganar siempre.
Travis Bradberry habla de una actitud tóxica: “La perfección equivale a éxito. Los seres humanos, por naturaleza, son falibles. Si tu objetivo es la perfección, siempre te quedará sensación de fracaso
y acabarás perdiendo el tiempo en lamentarte por no haber logrado lo
que te proponías, en vez de disfrutar de lo que sí has podido
conseguir”.
¡Qué importante es educarme y educar a otros en la tolerancia frente a los fracasos! Todos vamos a fracasar tarde o temprano. Decía un entrenador de fútbol: “Sólo en el diccionario éxito está antes que trabajo”.
El verdadero éxito en la vida es trabajar sin descanso pensando en la meta.
Caerme y volverme a levantar sin demora. Tropezar una y otra vez sin
dejar de soñar. Alzar la mirada a lo alto cuando la tentación es
permanecer estancado en mi tristeza.
¡Cuánto bien me hace la humildad de las caídas! Porque corro el riesgo de caer en la vanidad cuando me creo capaz de todo.
El otro día leía: “Cuanto más nos revestimos de gloria y honores,
cuanto mayor en nuestra dignidad, cuanto más revestidos estamos de
responsabilidades públicas, de prestigio y de cargas temporales como
laicos, sacerdotes u obispos, más necesidad tenemos de avanzar en la
humildad y de cultivar cuidadosamente la dimensión sagrada de nuestra
vida interior, procurando constantemente ver el rostro de Dios en la
oración”[1].
Mirar hacia dentro. No buscar continuamente la aprobación del mundo. El eco de mis palabras, de mis gestos. Quiero vivir dándolo todo, porque el trabajo es la clave de una vida lograda, plena y feliz.
No el éxito. Sí el trabajo y la entrega. No el hacerlo todo bien. Sí
el intentarlo siempre luchando hasta el final. Sin pensar que no es
posible.
No deseo la fama como meta de mi felicidad. No deseo el reconocimiento de todos en todo lo que hago. Esa tentación tan subconsciente me acaba pasando factura.
No quiero dejarme llevar por ese sabor agridulce que dejan las
victorias. Siempre, detrás de una victoria, está el deseo de volver a
triunfar. Es una cadena que nunca se termina. Siempre puedo lograr más,
alcanzar más metas, realizar más gestas.
Puede ser que el personaje que quiero representar me coma por
dentro. Pierdo la sensibilidad. Dejo de mirar a Dios porque me creo
capaz de todo. Y eso no es posible. No puedo yo solo cargar con el peso del mundo.
Necesito volverme hacia mi interior. Descansar. Necesito ahondar en lo más profundo de mi alma. Necesito ver el rostro de Jesús y descubrir en él mi verdad. Soy necesitado. Soy vulnerable. No lo puedo todo.
Quiero descansar en la barca de Jesús. Y aprender a vivir el fracaso
con paz. ¿Dónde está el umbral de mi tolerancia ante los fracasos?
Hay personas aparentemente maduras que no saben reaccionar ante la
más mínima contrariedad que encuentran en el camino. Se frustran. Se
enfadan. Se alejan de los hombres. El umbral de tolerancia es muy bajo.
Ante la más mínima frustración reaccionan de forma inmadura. No quiero
ser así.
Quiero tener una gran tolerancia ante el fracaso. Para poder tratar al éxito y al fracaso como lo que son, dos impostores. Como decía Rudyard Kipling: “Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia”.
No es fácil tolerar bien la fama sin caer en la vanidad. Resistir
bien los éxitos sin dejarme llevar por la prepotencia. Y no es fácil
resistir las derrotas sin hundirme. Sin desfallecer en la lucha. Sin
desesperar. Tiene mérito ser capaz de levantarme después de una caída. Y luchar siempre. Hasta el final de la vida.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 33
Carlos Padilla
Aleteia