El 25 de marzo se celebra la Jornada por la Vida con el lema, “La luz de la fe ilumina el atardecer de la vida”. Como cada año, los obispos de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida hacen público un mensaje. En esta ocasión hacen una llamada: “Por un mayor cuidado y amor a nuestros enfermos y ancianos”.
Nota de los obispos
Para abordar la cuestión de los últimos compases de la vida es
necesario situarnos en una perspectiva adecuada que parte, naturalmente,
de conocer la verdad profunda del ser humano y del sentido de su
existencia. No es posible captar la riqueza insondable y la dignidad de
cada persona si no es a la luz del amor que, como lámpara preciosa, nos
hace captar la verdad y el sentido último de la realidad. Es en la
experiencia amorosa donde se revela la irreducible originalidad de cada
persona concreta. Y ser persona entraña estar constitutivamente abierto a
la trascendencia e inclinado a la comunión con Dios y con los demás.
Cada uno de nosotros es un don en sí mismo y para los demás y solo podrá
realizar la plenitud de su existencia cuando sale de sí para entregarse
o, en palabras evangélicas, perder la propia vida, eso sí, para
encontrarla de modo pleno y definitivo (cf. Mt 10, 39). Por cada uno de
nosotros Cristo ha muerto en la cruz, y con su Resurrección ha roto las
cadenas de la muerte.
1. Visión cristiana de la debilidad
En este contexto interpersonal, el sufrimiento, la enfermedad y la
muerte constituyen un misterio que apenas alcanzamos a comprender, y,
sin embargo, de un modo u otro, a todos nos afecta. Pero también tenemos
experiencia de que son realidades que, vividas bajo la mirada de Dios
que es amor, lejos de dañar la dignidad del hombre y su libertad,
constituyen una ocasión excepcional en la que se revela la grandeza de
nuestra existencia. En este sentido, el papa Francisco ha realizado la
siguiente afirmación:
«Conocemos la objeción que, sobre todo en estos tiempos, se plantea
ante una existencia marcada por grandes limitaciones físicas. Se
considera que una persona enferma o discapacitada no puede ser feliz,
porque es incapaz de realizar el estilo de vida impuesto por la cultura
del placer y de la diversión. En esta época en la que el cuidado del
cuerpo se ha convertido en un mito de masas y, por tanto, en un negocio,
lo que es imperfecto debe ser ocultado, porque va en contra de la
felicidad y de la tranquilidad de los privilegiados y pone en crisis el
modelo imperante (…). En algunos casos, incluso, se considera que es
mejor deshacerse cuanto antes, porque son una carga económica
insostenible en tiempos de crisis. Pero, en realidad, con qué falsedad
vive el hombre de hoy al cerrar los ojos ante la enfermedad y la
discapacidad. No comprende el verdadero sentido de la vida, que incluye
también la aceptación del sufrimiento y de la limitación. El mundo no
será mejor cuando esté compuesto solamente por personas aparentemente
“perfectas”, por no decir “maquilladas”, sino cuando crezca la
solidaridad entre los seres humanos, la aceptación y el respeto mutuo
(…). No existe solo el sufrimiento físico; hoy, una de las patologías
más frecuentes son las que afectan al espíritu. Es un sufrimiento que
afecta al ánimo y hace que esté triste porque está privado de amor. La
patología de la tristeza (…). La felicidad que cada uno desea, por otra
parte, puede tener muchos rostros, pero solo puede alcanzarse si somos
capaces de amar. Es siempre una cuestión de amor, no hay otro camino… El
modo en que afrontamos el sufrimiento y la limitación es el criterio de
nuestra libertad de dar sentido a las experiencias de la vida, aun
cuando nos parezcan absurdas e inmerecidas. No nos dejemos turbar, por
tanto, de estas tribulaciones (cf. 1 Tim 3, 3). Sepamos que en la
debilidad podemos ser fuertes (cf. 2 Cor 12, 10)» (FRANCISCO, Homilía en
el Jubileo Extraordinario de la Misericordia a los enfermos y personas
discapacitadas (plaza de San Pedro, 12.VI.2016).
La concepción de las profesiones de la salud y de la tarea de quienes
se dedican al cuidado de los enfermos y ancianos como ayuda, tutela y
promoción de la vida es la base de un auténtico servicio que busca
promocionar y tutelar la vida humana, de modo particular aquella más
débil y necesitada. La sociedad actual solo considera valiosa la vida de
los jóvenes, y se minusvalora la vida de los ancianos y de los enfermos
porque se considera que ya no son útiles, al ser dependientes y, por
tanto, que no tienen futuro. ¿No será esto una muestra de la falta de
humanidad de la sociedad actual? Afirmaba el papa Benedicto XVI que «una
sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de
contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea compartido y
sobrellevado también interiormente es una sociedad cruel e inhumana».
(BENEDICTO XVI, carta encíclica Spe salvi, n. 38.)
2. Un deber de justicia y caridad
Los ancianos de hoy son los que nos dieron la vida y nos cuidaron a
los que ahora somos jóvenes, de la misma manera que nosotros cuidamos
hoy a nuestros hijos. Una exigencia básica y elemental de justicia
reclama que ahora nosotros cuidemos a nuestros ancianos, y que en el
futuro nuestros hijos cuiden de nosotros. Así lo pide la solidaridad
intergeneracional que ha estado siempre en la base de toda comunidad.
Con mucha frecuencia los ancianos son auténticos depósitos de sabiduría y
tienen mucho que aportar a la familia. ¡Cuántos abuelos son el
auténtico sostén de la misma, asumiendo multitud de tareas sin las
cuales los padres no podrían vivir tranquilos! Cuando el anciano pierde
la salud física, aparece la demencia o se desvanece la ilusión y queda a
merced de los cuidados de los demás surge una situación difícil para el
propio anciano y para su familia, que requiere de la ayuda solícita de
la sociedad, de las instituciones y de la Iglesia.
3. Desde la mirada de la fe
La fe en Cristo resucitado nos ayuda a descubrir en plenitud el
sentido de esta etapa de la vida, que a veces puede resultar larga y
dolorosa. En primer lugar, debemos tener en cuenta que la vida en este
mundo es el camino a la eternidad, y que el anciano ya ha recorrido un
largo trecho. Pudiera parecer que el anciano, al menos en apariencia, no
tiene futuro, pero la luz de la fe nos muestra que la vejez es una
nueva etapa del recorrido vital, con sus luces y sus sombras, y que la
muerte es el paso al encuentro con Cristo y, con su gracia, a la vida
definitiva y en plenitud. La vejez se puede considerar una etapa más del
camino por el cual Cristo nos quiere llevar a la casa del Padre. Y
cuando la persona anciana se siente cansada, y piensa que ya no sirve
para nada, y siente la tentación del abandono o de la desesperanza,
debemos ayudarle a reencontrar el sentido de su vida. Esta vida es
siempre valiosa y hermosa a los ojos de Dios. Y así lo es también a
nuestros ojos, si realmente hemos conocido el amor. Hemos de ser muy
conscientes de que el peor problema de los ancianos es la soledad. Por
eso decía Cicerón que el peso de la edad es más leve para el que se
siente respetado y amado por los jóvenes.
El momento de la muerte no es un paso hacia el vacío, hacia la
oscuridad, sino que consiste en cruzar el umbral de la puerta que da
entrada, con la gracia de Dios, a la vida definitiva, al encuentro con
el Padre que nos ama, que nos creó, que nos ha acompañado en nuestro
caminar y que ahora nos acoge en su morada eterna. Constituye, entonces,
un nuevo nacimiento a la vida plena y definitiva. Dios es ante todo
Dios de vivos, Señor de la Vida. Jesús nos aseguró que había venido para
que con Él y en Él tuviéramos vida, vida verdadera, vida plena y eterna
(cf. Jn 10, 10). En ese momento supremo de nuestra existencia, se hace
especialmente relevante el morir acompañados, el no afrontar la muerte
en soledad, sino en compañía de los seres queridos y de la comunidad
donde se ha desarrollado nuestra vida:
«Este encuentro del moribundo con la Fuente de la vida y del amor
constituye un don que tiene valor para todos, que enriquece la comunión
de todos los fieles. Como tal, debe suscitar el interés y la
participación de la comunidad, no solo de la familia de los parientes
próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de toda la
comunidad que ha estado unida a la persona que muere. Ningún creyente
debería morir en la soledad y en el abandono». (BENEDICTO XVI, Discurso a
los participantes en la XIV Asamblea General de la Academia Pontificia
para la Vida (25.II.2008)
La Iglesia siempre ha estado junto a los ancianos y enfermos
ayudándoles a recorrer esa última etapa de nuestro peregrinar por este
mundo. Ofreciéndoles ayuda material y espiritual, compañía y consuelo.
Además, la Iglesia es consciente de que los ancianos, cada uno en la
medida de sus posibilidades, tienen una misión que cumplir. Por eso les
exhorta a no abandonarse al desaliento; a no desatender su
responsabilidad en la transmisión del Evangelio, especialmente a sus
nietos; a no dejar de ser testigos de la Esperanza que nunca defrauda; a
ser testigos de una vida que siempre es don irrepetible para cuantos
les rodean, signo de un amor que, lejos de disminuir, quedará sellado
para siempre en la eternidad de Dios.
En esta Jornada por la Vida encomendamos a las personas ancianas y
enfermas a la protección maternal de María. Ella es Salud de los
Enfermos, Estrella de la Mañana, Causa de nuestra alegría y Puerta del
Cielo. Que sepamos aprender de Ella el amor a toda vida humana,
especialmente a la más débil y necesitada.
+ Mario Iceta Gavicagogeascoa, Obispo de Bilbao. Presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida
+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo emérito de Burgos
+ Juan Antonio Reig Plà, Obispo de Alcalá de Henares
+ Gerardo Melgar Viciosa, Obispo de Ciudad Real
+ José Mazuelos Pérez, Obispo de Jerez de la Frontera
+ Varlos Manuel Escribano Subías, Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
+ Juan Antonio Aznárez Cobo, Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela
+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo emérito de Burgos
+ Juan Antonio Reig Plà, Obispo de Alcalá de Henares
+ Gerardo Melgar Viciosa, Obispo de Ciudad Real
+ José Mazuelos Pérez, Obispo de Jerez de la Frontera
+ Varlos Manuel Escribano Subías, Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
+ Juan Antonio Aznárez Cobo, Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela
AgenciaSIC