“Al final de tu vida verás el cuadro del Maestro, su belleza
dependerá de tu docilidad”. Frase síntesis, de gran profundidad, de esas
que vale la pena rumiar y meditar con paciencia; no darla por obvia o
descontada (la presunción no conduce a nada).
Tal es el talento de este Artista, es decir, tan grande su “genio” y su poder, que es capaz de sacar incluso obras maestras de los materiales más indóciles, a veces casi por arte de magia, como el mago cuando saca su conejo del sombrero.
O para usar otra imagen: tal es la fuerza que tienen sus manos, que
es capaz de esculpir sublimes estatuas, incluso con las pastas más duras
(como motejaba san Ignacio a san Francisco Javier).
¡Imagínense qué manos las que tiene Dios! Es una
imagen que cautiva de golpe el intelecto. No por nada, ya en los albores
de las reflexiones teológicas san Ireneo, con magistral plasticidad,
cuando comentaba el gran evento de la creación, se atrevía a aseverar:
«En cuanto al hombre, Dios lo formó con sus propias manos.
Obviamente con esta consideración no buscamos justificar lo malo, ni
despacharlo como bueno, así como san Pablo no pretendía justificar, ni
promover, el pecado cuando afirmaba que de su abundancia sobreabundan
gracias mayores (las paradojas no se resuelven sino en el Amor).
Preferible es una docilidad pronta y constante, eso
nadie lo pone en duda, así como tampoco nadie pone en duda la capacidad
del Maestro de poder utilizar nuestras oscuridades para crear un
fascinante contraste claro-oscuro que resalte más aún la obra de su
gracia (como inmortalizaron las geniales obras de Caravaggio).
Paciencia infinita del Maestro, de su infinito amor, que es siempre re-creativo y nunca se cansa de volver a empezar. Como atestiguaba también el profeta Isaías:
“Palabra del Señor que vino a
Jeremías, diciendo: Levántate y desciende a casa del alfarero, y allí te
haré oír mis palabras. Descendí a casa del alfarero, y hallé que él
estaba trabajando en el torno. Y la vasija de barro que él hacía se echó
a perder en sus manos, pero él volvió a hacer otra vasija, según le
pareció mejor hacerla. Entonces vino a mí palabra del Señor, diciendo:
¿No podré yo hacer con vosotros como este alfarero, casa de Israel?-dice
el Señor-. Como el barro en manos del alfarero, así sois vosotros en
mis manos, casa de Israel” (Jer 18, 1-6).
Conclusión: Nunca es tarde para volverse una obra maestra, para dejarse re-plasmar por el Maestro.
Él, que al principio nos ha llamado por nombre, no cesa nunca de
hacerlo. Por supuesto, lo mejor es comenzar cuanto antes a escuchar su
voz, para facilitarle el trabajo al bondadoso Alfarero.
¿Cómo?
Sobre todo humedeciendo nuestra greda con el agua fresca de la oración y de la humildad,
para que así le permitamos amasar nuestro corazón de piedra de modo
que, poco a poco, lo convierta en uno de carne (Ez 11, 19-20), dejándolo
pronto para amar.
Aclarado esto, ¿habría algo más que decir? Ahora sí, creo que nada… o
quizá… una última cosa si me lo permiten: una lindísima cita cargada de
esperanza, que va muy a lugar con todo lo dicho y que nos ayuda a
comprender más todavía la profunda obra (aún en marcha) del Artista al que nos estamos refiriendo…
“La historia les responde
que la acción de minorías selectas poco numerosas constituye la base de
todos los resurgimientos. Dios, para salvar al género humano, se ha
apoyado siempre sobre débiles minorías: antaño, sobre los doce hijos de
Jacob; más tarde, sobre doce galileos. En lugar de procurarse el
concurso de los poderosos imperios de Caldea o de Egipto, se reservó un
pueblo minúsculo, sofocado en medio de naciones idólatras. […] Jesús en
persona no convirtió a su causa más que a “un rebañito”, pero quiso que
fuera un grupito de intrépidos (Lc., XII, 32). Para penetrar y levantar
la masa de harina, el ama de casa de la parábola sólo necesitaba un poco
de levadura. Al día siguiente de la Ascensión, sólo ciento veinte
discípulos esperaban en Jerusalén la venida del Espíritu Santo; pero
bastaron para que, en la noche de Pentecostés, pudieran unirse a la
naciente Iglesia tres mil fieles. Dios ha cuidado de advertirnos: “No
son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros
caminos” (Is., LV, 8). Estamos en lo cierto cuando utilizamos todos los
medios humanos para divulgar y hacer que sean adoptados los principios
evangélicos; pero Dios cuenta más para transformar al mundo con la
pobreza de un Francisco de Asís, la caridad de un Vicente de Paúl o la
trágica soledad de un Charles de Foucauld, perdido allá en el Hogar.
Nosotros buscamos la cantidad, estamos obsesionados por el número; Dios, en cambio, mira la calidad.
Nosotros ignoramos, pero Dios lo sabe, en qué medida hacen progresar su
reinado sobre la tierra una santa Teresa de Lisieux, con solo elevar
los ojos al cielo durante los golpes de tos de su última enfermedad; o
una madre de familia anónima que le ofrece su pesada pena; o cualquier
cura de aldea que se sorbe las lágrimas cuando celebra la misa ante tres
solitarias mujerucas. La verdad es que para la
realización de sus más grandes designios Dios solo emplea unos menguados
instrumentos, pero que si obedecen dócilmente a su mano con ellos
transforma el mundo“ (G. Chevrot, Las Bienaventuranzas).
Fragmento de un artículo originalmente publicado por Catholic Link
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