por Manuel Blanco
EL SÉPTIMO ENANITO

    Un día el hijo de mi padre subió con éste a una pequeña finca familiar. Estaban trabajando. Nos metimos en una zanja profunda. A una indicación suya cogí pico y luego pala. A él se le daba bien; a mí, no. Yo ya nací en un piso. “Esto es lo que queda si los estudios no funcionan”. Me brumé cual enanito incapaz de Blancanieves.

    Aunque no me lo tomé por la tremenda, entendí algunas cosas: Que en casa, no cabría nunca nadie con la filosofía de “brazos cruzados”. Que si todo se derrumbaba en la vida, la madre tierra (tan importante en Galicia Country) podría ayudarnos a comenzar de nuevo. Que nuestros antepasados reventaron sus “lombos” para que yo haya podido desertar del noble trabajo del “sacho”. Y que algo pasó en el mundo para que sólo podamos obtener los frutos y el sustento “con el sudor de la frente”.

    A la hora de estudiar, siempre me persiguió una “teima”: rendir los talentos. Cualesquiera que fuesen. Viendo a los míos darlo todo, comprendía que su interés no era propio ni egoísta: era para que yo pudiese aprovechar cada oportunidad.

    Luego hube de ir aprendiendo cómo hacer que dé frutos un trabajo: ofrecérselo a Dios, pues a Él no le gusta hacerlo todo. Acabarlo bien, para que se llene de valores que pasen a otros. Aprovecharlo para interactuar con quienes trabe contacto durante mis labores: aprender y ayudar. En eso consiste la tarea a la que el Padre nos ha invitado. 
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