Reproducimos por su interés e importancia, el artículo que el
arzobispo, monseñor Julián Barrio, publica en la edición del diario LA
VOZ DE GALICIA, este lunes día 27 de abril de 2020.
Con este confinamiento por causas inherentes a la pandemia del
coronavirus estoy seguro que estamos echando en falta algunas formas de
vida que hasta ahora teníamos sin caer en la cuenta de que en estas
circunstancias no son viables: pero la preocupación no ha de ser tanto
lo que no podemos hacer, cuanto lo que podemos hacer. Vemos nuestras
calles en soledad porque las personas se resguardan del encuentro con
los demás. Las epidemias no están hechas a la medida del hombre, por lo
tanto el hombre piensa que las epidemias son irreales, un mal sueño que
tiene que pasar. Nos cogen siempre desprevenidos. Y en medio de toda
esta situación hay una cosa que se desea siempre y se obtiene algunas
veces: la ternura humana como factor humanizador.
«Cuando se renuncia a la distinción entre lo que es verdadero y lo
que es falso, entonces el espíritu enferma» (Guardini). Estamos viviendo
en una dinámica en la que pensábamos poder vivir la libertad sin verdad
o la verdad sin libertad, lo que nos conduce a una erosión
antropológica. Estos días tenemos tiempo para soñar y estoy seguro de
que soñamos que esta situación termine cuanto antes, que es posible un
nuevo estilo de vida, y que hemos de dejar que Dios entre en nuestras
vidas, porque, como nos dice la enseñanza de la Iglesia, organizar la
sociedad al margen de Dios es organizarla contra el hombre. En el nuevo
escenario en que estamos llamados a actuar hemos de ponernos, todos,
manos a la obra para lograr un bien común que, según la Doctrina Social
de la Iglesia, comporta libertades, relaciones y necesidades mirando a
la dignidad de la persona humana. De manera especial hemos de sentirnos
sociedad asociada en una normalidad que será diferente. Habiendo
comprobado el caudal de la creatividad subjetiva humana en estos días,
todo ello debe ser canalizado en una convivencia en la que nadie debe
sentirse eximido de ofrecer la colaboración pertinente. Un bien común en
el que hemos de trabajar, ha de beneficiar al común. Es cuestión de
todos los que formamos la sociedad.
Me gustaría decir que hemos navegado por mares de incertidumbre, pero
la realidad es que seguimos navegando en el mar de esta pandemia sin
intuir con definición precisa los cambios que se van a producir
religiosa, económica, cultural, política y socialmente en nuestra
convivencia. He leído reflexiones que consideran que volveremos a lo
mismo una vez que esto pase. Pero intuyo que será otro estilo de vida en
el que configuremos nuestros hábitos y costumbres. ¿Por qué no pensar
en una sociedad con personas relacionadas sólidamente, capaces de mirar
sobre todo el lado positivo con una visión clara de fraternidad y
solidaridad que nos ayudará a otear nuevos horizontes? Hemos de
construir una convivencia en la que sea necesario tomar decisiones
conjugando la autonomía y la corresponsabilidad con el ánimo de ser
felices, sabiendo que «la vida feliz es el gozo de la verdad», según san
Agustín.
En estos días tal vez nos hemos dado cuenta de que hemos arrancado
las raíces de nuestro origen, «comiendo el pan de la memoria». La
Iglesia, ni en los momentos más difíciles se ha retirado de la sociedad,
ni lo está haciendo ahora ni lo hará en el futuro. El único camino que
tiene que recorrer es el hombre. Y su misión es seguir afirmando que
Dios se ha hecho hombre para salvar al hombre. Está llamada a ser actora
en el desarrollo de la política global con dos principios: ·Amarás al
Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo», y la dignidad del hombre se
asienta en que es hijo de Dios en Cristo y por Él. Colabora con la
sociedad en la solución de los grandes problemas comunes a todos, sin
perder su condición profética ante la desproporción entre el poder
tecnológico-económico y el crecimiento-responsabilidad moral, afirmando
la vida eterna y denunciando el silencio del pensamiento actual sobre
las angustias y dramas psicológicos que acosan especialmente a nuestro
Occidente.
Le preocupa la pérdida del sentido de la trascendencia que lleva a
olvidar o negar a Dios, la negación de la diferencia entre el bien y el
mal, y la ofensa a la condición humana que suponen las diferencias
abismales entre los países ricos y los pobres. No es ajena al compromiso
ante el reto de la progresiva secularización, de la preservación del
orden natural de las cosas y de la construcción de la paz, asumiendo con
humildad una actitud misionera y evangelizadora. Todo ello desde la
conciencia clara de que la comunidad política y la Iglesia son entre sí
independientes y autónomas en su propio campo, aunque están al servicio
de la vocación personal y social de los mismos hombres a través de una
sana cooperación entre ambas (cf GS 76), pudiendo la Iglesia siempre y
en todo lugar predicar la fe con verdadera libertad y emitir un juicio
moral también sobre las cosas que afectan al orden político, cuando lo
exigen los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las
almas. La preocupación no es otra que colaborar a un renacimiento
generalizado. En estos momentos bien está recordar lo que dice el
proverbio: «No llega antes el que va más de prisa, sino el que sabe a
dónde va».
+Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela
Arzobispo de Santiago de Compostela
Archicompostela
Foto: Miguel Castaño