Noviembre es un mes en el que la Iglesia nos invita a pensar en la muerte.
No en vano empieza con la celebración de los santos (los que han
alcanzado el Paraíso ganado en la tierra) y la conmemoración de los
fieles difuntos. El sacerdote Aldo Trento, acostumbrado
a verle los ojos a la muerte en la clínica para enfermos terminales que
dirige en Asunción del Paraguay, reflexiona en Tempi sobre la importancia de meditar en la muerte cuando aún hay tiempo, para afrontarla mejor a su llegada:
«In omnibus operibus tuis, memorare novissima tua, et in aeternum non peccabis [En tus acciones ten presente tu final, y así jamás cometerás pecado]», afirma el Libro del Eclesiástico (7, 36).
Los Novísimos son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Paraíso.
Este pensamiento me acompaña desde los años del seminario, cuando en la
última meditación de cada retiro espiritual el predicador nos hablaba
de la muerte. Y confieso que sentía un gran miedo. Pero a la edad que ya
tengo y estando, además, enfermo, no digo que la desee pero pensar en ella me da paz, me permite vivir intensamente cada instante teniendo la mirada fija en Jesús Eucaristía.
Todas las noches, cuando me voy a la cama, una cama de plaza y media en
la que hay espacio para un crucifijo de un metro, lo giro hacia mí y
recito los Misterios dolorosos del rosario. Contemplar en cada instante
Su sufrimiento me permite reconocer también en el mío el significado
último, sin el cual el dolor sería insoportable. Una vez terminado el
rosario, apoyo el crucifijo en su almohada, me doy la vuelta y,
terminadas las letanías en honor de la Virgen, por fin, después de
muchos años, duermo en paz. Un pequeño gesto, el de dormir en compañía del crucifijo,
que además de darme ánimos al mirar el rostro de Aquel por quien vale
la pena sufrir, me recuerda el destino final que, sin embargo, va más
allá de la cruz.

El hospital es, a la vez, un gran recurso para mantener viva esta
memoria y un desafío continuo a la razón de la vida, porque hace que me
tome en serio la realidad, que abrace el valor de cada instante en el
que, en mi libertad, se juega el destino final: «Dios, que te creó sin
ti, no te salvará sin ti», diría San Agustín. La clínica Casa Divina Providencia-Don Luigi Giussani, que acoge a enfermos terminales y pobres,
es la memoria viva y palpitante que demuestra que estamos hechos para
un más allá, para la eternidad. El filósofo Horkheimer diría: «Somos
peregrinos del Absoluto»; no como Heidegger, que definía al hombre como
un «ser para la muerte», ni como Sartre, que lo veía como «una pasión
inútil». En nuestra clínica todo pide eternidad. No existe el miedo a la muerte, porque en cada uno de los pacientes está claro que la muerte es un volver al lugar de donde hemos partido.
El padre Antonio Sepp (1655-1733), el conocido como
"genio de las Reducciones", describía en su diario esta ataraxia que
caracterizaba a los guaraníes ante la muerte: «Todos los días visitamos
entre veinte y treinta enfermos [¿quién lo hace hoy?], les ofrecemos los
Santos Sacramentos, asistimos a los moribundos, consolamos a los padres
y a las madres de familia [...]. Mi alma se enternece cuando visito y
contemplo a estos pobrecillos, sobre todo cuando, con mi Crucifijo en
mano, intento animar a un moribundo. Entonces no puede evitar decir: "Espero poder morir yo también como ellos".
Porque he visto morir a muchos hombres en Europa, también a religiosos,
pero poquísimos lo han hecho como estos. No se puede describir con
cuánta paz y serenidad de conciencia, con que virtuosidad del cuerpo y
del espíritu mueren estos indios. El indio no mostrará tampoco signos de
impaciencia o molestia después de haber pasado por una larga y dolorosa
enfermad, ni emitirá un sólo gemido de dolor o un suspiro, nunca
llorará o gritará... En el lecho del dolor no le preocupan ni su amada
esposa ni sus queridos hijos, cuyos suspiros no le rompen el corazón. No
le preocupan el dinero ni los bienes materiales, que debe abandonar. No
tiene que pagar deudas ni hacer testamento, no le preocupan los
enemigos porque casi no tiene. Puedo afirmar que no creo que
exista bajo el sol una raza que entregue el alma de manera tan digna y
serena como estos pobres y sencillos indígenas, abandonados y despreciados por el mundo».

Monumento al padre Antonio Sepp en Sao Joao Velho (Rio Grande do Sul, Brasil). Imagen: Portal das Missoes.
Si uno supiera como mueren nuestros pacientes, podría confirmar lo que escribió el padre Sepp hace trescientos años.
Los guaraníes consideran que la muerte es recoger en un único e inefable
acto toda la historia de la palabra de un hombre, que en este acto
supremo se convierte en Palabra y entra a formar parte de la gran Palabra divina, la que estaba presente en el momento en que fue concebido,
que lo vio nacer y, después, renacer en cada una de las etapas de su
vida. Para los jefes de la tribu, la muerte no es la última y más
difícil de las pruebas de la vida terrena, generalmente considerada como
prueba para el alma y preparación a la vida verdadera en la casa de los
dioses (nuestro Paraíso, la llamada «tierra sin maldad»).
Hay una sintonía impresionante entre los guaraníes que aún no han encontrado a Jesús y nosotros. Éste es el motivo por el cual, en nuestra clínica, la persona más importante es el sacerdote, al que llaman «Pai», es decir, «Padre».
Hace trece años que estoy con ellos y he acogido a 2.010 pacientes
terminales; a 1.503 de ellos los he acompañado en el momento de su
muerte, es decir, en el momento de su vuelta a esa Palabra que los creó.
Es impresionante el vínculo con las primeras palabras del Prólogo de
San Juan. Los veo morir -el 90% de ellos tienen menos de 60 años- y no
hay signos de desesperación en ninguno de esos rostros. La fe católica
ha exaltado al máximo el concepto positivo de la muerte, que ven como el encuentro con el «Logos».
«Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», escribía Pavese, pero hoy ya no
tengo miedo gracias a mis hijos, que llevan en la sangre la certeza de
ser peregrinos del Absoluto. La Iglesia, en el mes de noviembre, nos
recuerda esos Novísimos y por esto, decía Eliot, el hombre de hoy la odia, porque es la única que le recuerda su destino. «Memento mori»
era el saludo de los monjes, un saludo que ponía en marcha la razón
porque les situaba ante las grandes preguntas del destino final. Y no
olvidemos que el artículo más importante del Credo es el último: «Creo
en la Resurrección de la carne y la vida eterna. Amén».
Traducción de Helena Faccia Serrano
ReligiónenLibertad